Artículos
Niñeces de “pueblo” (Provincia de Buenos Aires, décadas de 1970-1980)
Resumen: Este trabajo presenta un abordaje histórico sobre niñeces en espacios definidos desde una ruralidad circundante y omnipresente, aunque sin ser “del campo”. Las denominamos niñeces de “pueblo”. Situamos nuestra atención en General Belgrano, un partido de la cuenca del río Salado en provincia de Buenos Aires (Argentina), entre las décadas del setenta y ochenta. Con énfasis en la última dictadura militar (1976-1983), exploramos el modo en que dicho escenario delineó formas específicas de ser niño(a). Desde la memoria, reconstruimos diferentes escenas cotidianas donde los espacios recurrentes (escuela, calle, río Salado) son centrales para observar cómo las dinámicas sociales impregnaron la experiencia infantil, sin descuidar la impronta dictatorial que signó la etapa analizada. Enfatizamos en la relación con lo rural a través de los diferentes modos de imaginar, percibir o experimentar dicho espacio a partir de los vínculos o los afectos.
Palabras clave: Niñez, Memoria, Rural, Pueblo, Buenos Aires.
“Village” childhoods (Province of Buenos Aires, 70s-80s)
Abstract: This paper offers a historical exploration of childhood within environments characterized by a prevailing rurality, without being from the countryside. We refer to them as "village" childhoods. Our focus is on General Belgrano, a district in the Salado River basin in the province of Buenos Aires, Argentina, during the seventies and eighties. Particularly, we delve into the impact of the last military dictatorship (1976-1983) on shaping specific aspects of childhood. Through the lens of memory, we reconstruct various everyday scenes with a particular emphasis on recurring spaces such as school, the street, and the Salado River. These aspects serve as focal points for observing how social dynamics influenced the childhood experience, all while acknowledging the dictatorial influence that characterized the examined period. Furthermore, we highlight the connection with the rural through diverse ways of imagining, perceiving, or experiencing the space.
Keywords: Childhood, Memory, Rural, Village, Buenos Aires.
Introducción
Más allá de un área densamente poblada en confluencia con la capital federal u otras grandes conglomeraciones, en la provincia de Buenos Aires (Argentina) se extiende una irregular trama de localidades pequeñas y medianas rodeadas de espacios rurales. Se trata de una realidad que no es tampoco ajena a otros países de la región pues se relaciona con un proceso de urbanización, industrialización y modernización de pulso irregular.1
En todo caso, los orígenes de esta configuración en la zona pampeana nos remiten a los siglos XVIII y XIX cuando un pueblo rural era sinónimo de "un asentamiento poblacional, relativamente poco numeroso pero concentrado, ubicado a la vera de una vía de comunicación (donde) sus pobladores vivían de la producción agraria o brindaban servicios a quienes se ocupaban de la misma” (Canedo, 2020, p. 989). Lo anterior nos devuelve una imagen con casas agrupadas, calles de tierra, almacenes, iglesia, delegación municipal y, tal vez, una estación de ferrocarril como rasgos principales.
Se podría decir que el “pueblo” fue, sobre todo, el modo en que la ruralidad definió formas de vida “urbanas” en la inmensidad agraria. Una forma de consignar el enclave urbano en lo rural que se conservó en el siglo XX e incluso pervive en la actualidad. Tanto es así que muchas ciudades bonaerenses que exceden con holgura los criterios censales que definen a una población urbana2 son aún nombradas, experimentadas y, desde luego, rememoradas como “pueblos”.
Por eso, cuando hablamos de “pueblos” referimos a espacios de concentración poblacional rodeados de una ruralidad que, incluso en dinámica transformación, aún define su identidad. Se constituyen en lugares que agrupan rutinas, movilidades, formas de organizar el tiempo y relaciones interpersonales modeladas al compás de una comunidad de vínculos estrechos. Lo anterior debemos pensarlo en el marco de una provincia territorialmente extensa, aunque habitada de forma desequilibrada. Precisamente, la tendencia consolidada en Buenos Aires durante el periodo estudiado fue de un desguace de escenarios rurales y una concentración demográfica en partidos vecinos a la capital federal, nutridos en gran parte por migraciones desde el interior provincial desde los sesenta.
En este tipo de realidades, anudadas a repetición en el lienzo provincial -es decir, en ciudades intermedias y pequeñas, parajes o asentamientos rurales con apenas un puñado de habitantes-, transitaron miles de vidas infantiles de las cuales de momento poco es lo que sabemos. Por eso proponemos como horizonte analítico el estudio histórico de niñeces vivenciadas en espacios definidos desde una ruralidad circundante y omnipresente, aunque sin ser “del campo”. Las denominamos niñeces de “pueblo”.
Con frecuencia, la historia de la infancia -no sólo en América Latina, donde es un auspicioso campo que continúa expandiéndose y consolidándose- enfatizó en abordajes y representaciones del mundo adulto sobre las poblaciones infantiles. Pero la recuperación de las niñeces en tanto experiencia de los sujetos, aún con valiosos aportes, presenta todavía variados abordajes que vale la pena explorar. Sobre todo, cuando permiten descubrir realidades diferentes de experiencias típicamente urbanas.[3] Si nos referimos a espacios alejados de las metrópolis, incluso desde los trabajos históricos locales escasean miradas sobre los modos de vida infantiles, cuando no sean estudios que buscan desandar el pasado de las instituciones escolares. Pero no de los niños(as) que las transitaron.
De un modo general, entonces, nuestro interés en las niñeces de “pueblo” parte de asumir que compartieron experiencias generacionales distinguibles a nivel comunitario. Por otro lado, por una indudable cercanía con lo rural, fueron protagonistas -o al menos testigos- de cambios profundos en esos ámbitos. Transformaciones que acaso se han explicado en términos adultos (y más bien masculinos) pero que, como arriesgaba C. Ward (1990) con otros marcadores temporales y espaciales, es posible observar con foco en las niñeces.
Hace tiempo se subrayó que los niños(as) próximos a la ruralidad en el pasado fueron considerados poco más que “parte del paisaje” de sus comunidades. Incluso, por su escaso registro histórico, “virtualmente invisibles para los historiadores”. Aun así, se sugirió que esas mismas niñeces, negadas e invisibilizadas, podían ser indispensables para comprender la modernización de sus entornos familiares (Ward, 1990, p. 31 en Philo, 2003, p. 195). Este desencuentro entre el valor histórico de los sujetos infantiles, su potencial analítico y el desinterés académico nos parece sugerente. Ponderar su análisis no es, sin embargo, una cuestión meramente reivindicativa, aunque se podría discutir si sería, en todo caso, un estímulo inadecuado (¿cómo historizar sin la recuperación de experiencias singulares? ¿cuántas serían suficientes? ¿cuáles mantener soterradas? Después de todo, como dijo E. Hobsbawm (1994, ed. 2023: 13), es tarea de los historiadores recordar lo que otros olvidan). Sin embargo, también consideramos que su estudio aporta a la compresión de procesos que los(as) involucran y, al tiempo, exceden.
Con estas preocupaciones en mente situamos nuestra atención en el partido de General Belgrano desde mediados de la década del setenta hasta inicios de los años ochenta, en coincidencia con la última dictadura militar (1976-1983).4 Por aquel momento sus habitantes residían en su mayoría en la zona urbana, producto de un trasvase rural-urbano antes referido. Mientras crecía lentamente, Belgrano se modernizaba sin perder aquel halo de pequeña comunidad: vínculos cercanos, miradas atentas, secretos a voces. Todo esto con una tradicional producción ganadera y el río Salado como telones de fondo, aspectos fundamentales de la identidad local. Consideramos que dicho escenario delineó formas particulares de ser niño y niña, cuyos aspectos primordiales nos proponemos reconstruir mediante historias mínimas atizadas por el recuerdo de sus protagonistas.5 Es por lo antedicho que revisitamos las horas escolares: la rutina previa, los “deberes”, el regreso a casa. Pero también ese amplio tiempo libre de juegos: a solas o con amigos, en el patio familiar, en la calle, en la plaza, en el club o en río. Finalmente nos concentramos en las conexiones con el campo para reconocer diferentes nociones de lo rural que subsisten en dichas experiencias.
En suma, nuestro interés es producir un retrato de las niñeces de General Belgrano que, a modo de muestra, nos permita acercarnos las diferentes expresiones de vida infantil en la provincia de Buenos Aires. Para eso, las memorias son un recurso fundamental.6 En el caudal de recuerdos abrevan sinsabores, despechos, ilusiones que, como vamos a argumentar, iluminan un mundo interior infantil en conexión con lógicas propias del espacio vivenciado. Además, se tuvieron en cuenta otras fuentes, como notas de prensa de los periódicos El Imparcial y Manantial junto con fotografías donadas al museo local o bien parte de álbumes familiares.
En suma, el recorrido que proponemos inicia con algunas notas teóricas seguidas de precisiones sobre el recorte espaciotemporal. Luego brindamos una caracterización de las niñeces belgranenses durante el período elegido para adentrarnos en el análisis de los recuerdos. Encontramos matices específicos al recuperar una niñez vivida en un pueblo, donde sus dinámicas impregnaron la experiencia infantil. Además, sostenemos que no existía una idea unívoca de lo rural, sino múltiples, que remitían a diferentes modos de imaginar, percibir o experimentar dicho espacio a partir de los vínculos y los afectos.
Memorias de infancia en comunidades periféricas
Para aproximarnos a las niñeces como sujeto de análisis histórico es indispensable reparar en los espacios que habitaron. Como advierten Castillo, Roselló y Garrido, sin distinción del marco temporal, la experiencia infantil se construye en torno del “espacio político y sus tensiones respecto a lo posible y lo pensable en una determinada sociedad” y, de igual modo, por “el espacio afectivo y sus fronteras familiares y exogámicas”. Pero indudablemente también por “el espacio físico y sus determinaciones económicas y materiales”. Es por eso por lo que referimos a una “experiencia infantil [que] sólo existe de forma espacial y en relación con los distintos paisajes y lugares en los que social y recíprocamente los propios niños se constituyen y recrean” (2018, p. 121, 123).
Por eso, el uso del concepto pueblo no es caprichoso. Se recupera del uso habitual donde se realizó el trabajo de campo, por lo que es una categoría nativa que surge en las comunicaciones cotidianas, en las entrevistas, en los periódicos analizados y en los textos de historiadores locales. Pero pueblo puede tener distintos significados: es el partido en su totalidad y también el centro urbano. Al mismo tiempo, pueblito puede ser una mínima agrupación de referencia para una población rural dispersa. Es decir, adquiere sentido en contexto y aunque resulte difícil de aprehender en palabras, tiene una profunda y clara significación entre sus habitantes. Su uso difundido, que se actualiza y acepta de buen grado, imprime marcas identitarias reconocibles.
Dado que, para reconstruir experiencias de los más jóvenes entre los habitantes, apostamos a situar la mirada sobre comunidades que podríamos denominar “extracéntricas”, enmarcamos nuestro trabajo en la tradición de los estudios a pequeña escala. Eso no supone deslindar los hallazgos de procesos sociohistóricos más amplios. Pero las relaciones sociales, tanto como las experiencias de los sujetos, se dan través de un espacio que les da sentido y valor. Por eso, la trama local es imprescindible en tanto la dinámica social produce marcadores y símbolos espaciales que reflejan el arraigo (Walsh y Hight, 1999).
Por lo que venimos argumentando, la idea de comunidad(es) se pone en juego en los pueblos con una clara referencia al espacio.7 Sin embargo, como observan Walsh y High (1999), a diferencia de otros conceptos -como familia o nación-, su amplio uso en estudios históricos más bien ha respondido al sentido común que a conceptualizaciones específicas. Estos autores proponen emplear comunidad con atención a tres elementos que permiten comprender su significado histórico. Es decir, como realidad imaginada, como interacción social y como un proceso.. Desde esta perspectiva, nos referimos a comunidades que se construyeron desde miradas internas -basadas en un espacio compartido donde redes sociales establecen intercambios materiales y culturales- pero también externas. Es decir, comunidades “imaginadas” (en el sentido en que lo propone Anderson, 2008) en tramas más amplias donde se dio una interacción social con “ejercicios de poder, de autoridad, de legitimidad y de resistencia” (Walsh y High, p. 262). Lo anterior, en el marco de un proceso social “reproducido en las interacciones de las redes sociales y representado por signos y símbolos en los imaginarios de los individuos internos y externos a la comunidad”.
Es decir, resulta clave destacar el dinamismo de las comunidades en un sentido histórico. Al mismo tiempo, por las características del partido elegido, también es valioso recurrir al concepto de comunidades periféricas (Cohen, 2013 [1985]).. Compartimos la idea de que en estos pueblos existe una nítida conciencia de pertenecer a lo periférico. Es decir, un “sentido de diferencia” aunque dicha conciencia no suele experimentarse como un “sistema de ideas coherente (...) más bien, la gente conoce su forma de hacer las cosas; conocen un modo habitual de pensamiento y actuación (p. 5)”. Dichos modos consensuados de actuar o pensar brindan un sentido de pertenencia como forma de compromiso a nivel comunitario. Es por lo anterior que pertenecer supone que los sujetos son “una pieza integral del tejido maravillosamente complicado que constituye la comunidad, un receptor de su cultura orgullosamente distintiva y conscientemente preservada, un depositario de sus tradiciones y valores, un ejecutante de sus habilidades sagradas, un experto en su modismos e idiosincrasias” (Cohen, 2013 [1985], p. 21). Precisamente, consideramos que las niñeces que aquí analizamos manifestaron prácticas, sentires y experiencias que remiten a sentirse (más o menos) parte de su comunidad.
Por ende, en nuestro trabajo la recuperación de experiencias que remiten a la etapa infantil es fundamental. Entendemos por experiencia “un conjunto de saberes o destrezas adquiridas en el curso del vivir cotidiano vertido sobre actividades que adquieren su sentido en el entorno social en el que se vive. Las experiencias nacen siempre del ‘estar en el mundo’, pero no tienen un camino único para su adquisición ni tienen todas el mismo valor” (Aróstegui, 2004, p. 154). Las experiencias de los sujetos aparecen resignificadas a través de sus recuerdos, que, a su vez, tienen como marco una memoria social compartida. Por eso Tallentire (2001, p. 197) apunta que “los valores, creencias y prácticas colectivas de una comunidad se expresan a través de la creación y sostenimiento de narrativas particulares sobre el pasado: su memoria social”.
Entonces, dado que trabajamos con recuerdos que son recuperados por los sujetos como propios de sus niñeces, el recurso de la historia oral merece algunos comentarios. Según Portelli, su riqueza no estriba únicamente en representar eventos pasados: es un hecho histórico construido en el presente de forma conjunta, entre entrevistador(a) y entrevistador(a). Su carácter narrativo se funda en un pacto referencial que es retratar con fidelidad la “verdad” de los acontecimientos narrados por sujetos que desean representarse en dicho escenario. A quienes, además, muchas veces “les ha sido negada la posibilidad de hacerlo por motivos de clase o edad” (Portelli, 2004, p. 38, énfasis nuestro) y género, podemos agregar.
Para acceder a registros orales remitimos al enfoque biográfico, que supone la reconstrucción de experiencias individuales ensambladas con una realidad histórica determinada (Perrén, 2012). En otras palabras, referimos a la historización de la experiencia. Para Aróstegui (2004, p. 144) se trata de un “hecho subjetivo, un fenómeno de conciencia adquirida, una autorreflexión desde el ángulo temporal sobre la experiencia misma y la interpretación de su significado, que conduce a un entendimiento particular de la temporalidad”. Pero la tarea que supone recordar estaría incompleta sin la operación de historizar, donde precisamente radica nuestro aporte. Dicha función es entendida como “una elaboración intelectual, una operación de conocimiento historiográfico, que, con los instrumentos del trabajo científico, enfoca la trayectoria social de personas y grupos, todavía en trayectoria existencial, para explicarla en forma de discurso histórico e historiográfico” (Aróstegui, 2004, p. 144).
En las entrevistas trabajamos con una serie de preguntas que funcionaban como disparadores, en búsqueda de primeros recuerdos impregnados de sensaciones, aromas y sabores que nos situaban en la especificidad de experiencias vinculadas al espacio concreto. En la medida en que se estructuraba el relato, incluimos pautas relativas a la vida escolar, prácticas de sociabilidad, condiciones de vida, consumo y cultura material infantil y cuestiones específicas del contexto sociopolítico. La intención fue construir relatos que recorrieran los puntos fundamentales que nos proponíamos analizar, pero sin imponer una estructurada grilla de preguntas.
Teniendo presente lo expuesto hasta aquí es válido preguntarnos, como lo hace Sutherland (1992, p. 236): “¿se pueden utilizar los recuerdos de los adultos para recrear los mundos internos de la infancia?”. Este mismo autor reflexiona al respecto en torno de varios puntos que nos parecen significativos para reivindicar el uso de fuentes orales. Se asume tanto la falibilidad como subjetividad que tiñen los recuerdos, pero, se aclara, así son otras fuentes históricas también.
“Muchas fuentes escritas comienzan en forma oral: un oficial de policía interroga a la madre del niño agredido; un censista le pregunta al ‘jefe de familia’ detalles sobre sus hijos; un reportero de un periódico habla con los niños que hacen fila para ver a Papá Noel; la cronista escucha la conversación de sus hijos (…)” (Sutherland, 1992, p. 240, traducción propia).
En todo caso, remarca este autor, de los relatos emergen coincidencias que sugieren experiencias infantiles compartidas. Esto es porque “los niños pasan la mayor parte de su tiempo en situaciones altamente estructuradas (...)” cuya aparición reiterada en las entrevistas permite hacer generalizaciones desde las particularidades. De hecho, Sutherland (1992) explica cómo se resuelve la tensión entre lo mínimo de lo recordado y el marco general en que dichas experiencias se insertan, pero también como parte de realidades en común:
“Al informar sobre mis hallazgos, expongo las estructuras de la vida de los niños y cómo los niños experimentaron sus propias vidas en entornos tales como el hogar, la congregación, el salón de clases, su lugar de trabajo, las calles y los patios de recreo; en definitiva, en las ‘comunidades’ de su infancia” (Sutherland, 1992,p. 236, traducción y énfasis nuestro).
Por eso reivindicamos una mirada situada en lo local, en busca de lo infantil. En esa misma línea, Rhodes (2002) destaca que:
“Es posible ver cuán cruciales son los estudios a pequeña escala, si queremos transmitir la gama de enfoques y significados de la infancia en varios momentos y en varios entornos. En lugar de oscurecer el panorama completo, la microhistoria permite comprender la complejidad y la riqueza de este panorama general” (Rhodes, 2002, p. 165, traducción nuestra).
Por lo tanto, lejos de ser una mera agregación de datos, el camino que elegimos tiene que ver con poner en diálogo diferentes escalas donde lo particular de un contexto local alumbra procesos de comprensión más amplios. A partir de lo hasta aquí expuesto, nos parece pertinente proponer también el concepto de comunidad infantil. Creemos que permite reponer el hecho de que el estudio que realizamos no aborda experiencias, memorias o subjetividades infantiles ajenas a un entramado local como tampoco a una experiencia generacional compartida.
En efecto, las voces recogidas enhebran un relato individual que tiene a su vez notas corales: por eso aparece con recurrencia el amigo que presta manuales escolares o que comparte un “club de lectura”, las amigas que estudian antes de clases y luego disfrutan de tardes en el balneario, los compañeros de fútbol en el club o primos que comparten tardes de pesca y juegos en el campo. Pero también aparece esa comunidad infantil cuando, por algún motivo -como ciertas trayectorias familiares-, se dificulta una integración plena con el consecuente sentimiento de ser un foráneo o advenedizo.10 Consideramos que la pertenencia, en la experiencia infantil, se dio a un nivel íntimo con huellas indelebles en los relatos que denotan un posicionamiento “marginal” en una estructura que remarcaba lo diferente. En este punto es clave señalar un reciente conjunto de estudios dedicados a estudiar el modo en que jerarquías de género, clase, raza y edad marcaron profundamente la vida familiar e infantil.8 Si hasta aquí brindamos especificaciones de orden teórico-conceptual, es momento de presentar el escenario en que situamos nuestra investigación.
Recorte espaciotemporal, algunas precisiones
Como adelantamos, el presente trabajo procura comprender especificidades históricas de las niñeces transcurridas en espacios locales atravesados por una impronta rural en la cuenca del río Salado, en un marco temporal que coincide con la última dictadura militar (1976-1983). Esta etapa consolidó importantes transformaciones que tienen como trasfondo la desintegración del Estado de Bienestar para dar paso a un Estado Subsidiario de carácter neoliberal con impacto negativo en las condiciones de vida, por ejemplo, con aumento de la desocupación mientras aumentaban los modos de precariedad laboral y habitacional (Torrado, 2002).
Lo anterior se dio en un marco de persecución, censura, represión y violencia con impacto reticular a nivel social. Por lo anterior, infancias y juventudes captaron la atención como sujetos a “preservar” de ideologías “subversivas” pero también como promesas de regeneración societal en lo futuro (Osuna, 2017). Es por eso por lo que emanaban discursos cargados de valores tradicionalistas y nacionalistas, articulados con una matriz católica que apuntaba a controlar “peligrosas” divergencias. Su correlato aberrante serían las prácticas de apropiación sistemática de vidas infantiles con sustitución de identidades (Villalta, 2016).
En dicho contexto debemos señalar importantes cambios en la segunda mitad del siglo XX sostenidos en la organización y roles familiares, cuestiones que modificaron el entorno en que crecían las niñeces. Como explica Torrado (2002), aparecieron innovaciones en la nupcialidad con un incremento de nacimientos extramatrimoniales en marcos familiares más acotados, como también el aumento de la monoparentalidad. Lo anterior se vincula con una reformulación de lo que Cosse denomina como “modelo de domesticidad”. Es decir, familias nucleares basadas en el pacto matrimonial (indisoluble), con roles nítidamente asignados y pocos hijos. En efecto, durante los sesenta y setenta, el matrimonio, la vida afectiva en general y la crianza transitaron cambios, aunque con impacto desigual. Esto supone reponer el hecho de que hubo contradicciones en el cruce con “las propias políticas estatales, la religión, las regulaciones, las ideas de las elites y el discurso médico” (Cosse, 2008, p. 135). Aunque estas dinámicas tal vez no se replicaron de modo exacto en los partidos del interior provincial, son importantes como pauta general de la etapa analizada.
Es preciso remarcar que los aspectos comentados fueron acompañados por prácticas de represión y disciplinamiento social dado el contexto dictatorial que en Buenos Aires tendrían una expresión particular. Luego también por crisis reiteradas e inestabilidad económica que encontrarían como colofón un auténtico desmantelamiento estatal y polarización social en los años noventa. Por lo anterior, desde nuestra perspectiva, es indispensable considerar experiencias desde un prisma provincial y local donde también resuenan los ecos de profundos cambios, sus variaciones y pervivencias.
En ese sentido, no pueden obviarse las especificidades del escenario provincial. Buenos Aires es una rica provincia donde predominó la ganadería hacia mediados y finales del siglo XIX, luego el cultivo cerealero desde inicios del siglo XX. Los estudios históricos agrarios señalan una estructura social compleja formada por estancias, instituciones de gran durabilidad, pero también por explotaciones menores fundamentales en el proceso de expansión agraria (Zeberio y Reguera, 2006). Más adelante manifestó una creciente adaptación a las normas del agronegocio evidenciada en la “sojización” de sus territorios con diferentes ritmos según las subregiones (Domínguez y Orsini, 2009). A su vez, evidenció una progresiva urbanización al compás de la reducción de su población rural. Tanto es así que a inicios de los años noventa apenas cinco de cada cien personas vivían en ámbitos rurales. Ese proceso remarcó una desigual distribución en el territorio: mientras el conurbano reunía a la mayor parte de la población, a inicios de los noventa sólo un 36% habitaba en el 98,8% de la superficie provincial restante (INDEC, 1999, pp. 45-53).
Pero por fuera de las áreas más densamente concentradas se extendía un amplio territorio con baja densidad poblacional distribuida en ciudades medianas o pequeñas. De hecho, en 1970 de los 144 centros urbanos registrados en la provincia, 121 contaban con menos de 20.000 habitantes y 64 menos de 5.000. En ellos habitaba cerca de la décima parte de la población provincial. Una década después aumentaban los centros más poblados mientras se desdibujaban los más pequeños con un agudizado desguace rural de fondo. De modo aún más específico se diagnosticaba que “las áreas de menor densidad y pérdida constante de la población se ubican en el noroeste provincial y en la depresión del río Salado” (INDEC, 1999, p. 56-57, énfasis nuestro), donde precisamente se ubica General Belgrano.
Más allá de procesos migratorios rural-urbanos también debemos mencionar la configuración de una estructura social diversificada por el impacto de una urbanización acelerada e industrialización expandida. Como señalan Gallo y Míguez, estos procesos se tradujeron en cambios físicos con la ampliación de las plantas urbanas y la expansión en servicios básicos que significaron un mayor confort, pero también un profundizado control social en los espacios públicos. Lo anterior, sin dudas, impactó en las pautas culturales al permitir que comenzaran a mutar prácticas y valores en ciudades del interior provincial para las décadas intermedias. Nada de esto resultó inofensivo en términos de esos lazos sociales, cercanos, típicos de poblaciones medianas y pequeñas, donde se afianzaba a nivel comunitario “un sistema de vínculos cuasi-primario”. También debemos destacar una progresiva modernización basada en la juventud como un actor social cada vez más relevante; también, renovaciones en la vida doméstica en función de redefiniciones de los vínculos paternofiliales y en particular el rol paterno. Desde luego, dicho proceso no fue homogéneo. En la prensa local, por caso, parecieron convivir discursos tradicionales con otros en los que se ponderaba ese componente “afectivo, dialoguista y comprensivo” (2014, p. 431).
En los ámbitos rurales esta etapa estuvo signada por la impronta de la tecnificación y mecanización agraria que se tradujo en una progresiva inversión de realidades rural-urbanas: mientras los campos se iban raleando, el ámbito urbano se fortalecía pues las familias (o sus miembros más jóvenes, al menos) optaban por asentarse en los pueblos u otras ciudades más importantes, como la capital provincial. Aun así, las modificaciones fueron graduales y con un impacto territorial desigual. Según Gutiérrez, en los años sesenta no hubo cambios significativos, a pesar de las transformaciones en “la composición de [las familias, con menos cantidad de hijos], [en] los roles a su interior como en las representaciones que se le asignaba al medio rural y a la población allí asentada” (2020, p. 400). Las familias rurales bonaerenses resistían antes de la estocada final en los años noventa. Pero su permanencia era transformada en sus dinámicas y expectativas en tanto estaban más expuestas al mundo urbano. Es decir, “pueblos” nutridos por lo rural donde se ofrecía atención en salud, educación primaria y secundaria, diversidad de bienes y servicios, oportunidades de ocio (cafeterías, clubes, teatros-cines, museos) y espiritualidad. En dichos espacios, y a pesar de la cercanía con el campo, la vida local ebullía con ritmo propio. Sobre las dinámicas propias de estas comunidades se ocupaba una prensa local con variada trayectoria, aunque fundamental para estructurar sentidos localmente compartidos.
En este marco la tendencia general en Buenos Aires fue de envejecimiento poblacional debido a la disminución del porcentaje de niños (0-14 años), cuestión evidente desde fines del siglo XIX hasta 1947, que incluso un leve repunte en la década de 1980 no logró revertir. En una provincia tan heterogénea las condiciones de su población eran muy disímiles, por eso había espacios con un importante componente infantojuvenil y aporte migratorio (conurbano) mientras otros carecían de relevo generacional con un fuerte predominio de nativos (nacidos en la misma provincia), situación extendida en el interior bonaerense. En el siglo XX también se dio un descenso constante de las tasas brutas de natalidad y mortalidad en Buenos Aires, con un alza de la primera en las décadas de 1970-1980. También los niveles de fecundidad fueron en descenso -a excepción del período referido antes- con una tasa global de tres hijos por mujer. Por otra parte, las tasas totales de mortalidad infantil presentaron una continua disminución (de 52,1 en 1970 a 23,1 en 1985) atribuible a los avances médicos, la institucionalización del parto, la mejora en la infraestructura y el avance de programas sociales (INDEC, 1999).
En este marco provincial de realidades polarizadas elegimos trabajar con General Belgrano, ubicado en la zona central de la denominada cuenca del río Salado, cuya área de influencia ocupa unos 6,5 millones de hectáreas a través de una veintena de partidos. Estos se caracterizan por la producción agrícola y ganadera, aunque alejado de la llamada “zona núcleo”, corazón productivo del territorio bonaerense. Es decir, a continuación, vamos a reponer los rasgos principales de un partido extracéntrico surcado por lo rural, con énfasis en las realidades infantiles.
General Belgrano y su población infantil
General Belgrano es un partido -un “pueblo”, en el léxico local- a 162 kilómetros al sur de la capital federal y a 110 kilómetros respecto de La Plata, capital provincial. De mediana extensión (1,870 km²), según el último Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas cuenta con 21.251 habitantes. La ciudad cabecera está rodeada de pequeñas localidades y parajes rurales como Newton, La Paloma, Chas y La Chumbeada. Tiene un tradicional perfil ganadero-tambero, también apícola, aunque el cultivo sojero también fue ganando espacio (MAA, 2006). Además, fue escenario durante la etapa peronista (1946-1955) de la creación de la “Colonia El Salado” (1952) a 10 kilómetros del casco urbano, a partir de una expropiación ejecutada por el Instituto Autárquico de Colonización de la provincia.
Sin dudas, Belgrano es un partido de impronta rural donde el tren supo imprimir una huella innegable y lo mismo ocurrió con su ausencia, a partir de los noventa. Pero la cercanía con el río completa su definición identitaria a la vez que posibilita oportunidades turísticas: la existencia de balnearios –al tradicional se sumó otro a inicios de los años cincuenta- y la creación de una pileta municipal (1965) que hacía las delicias de grandes y chicos, así lo corroboran. Bastante más tarde, se sumaron las Termas del Salado. En conexión con lo anterior, está históricamente atravesado por ciclos estacionales derivados de inundaciones con serios efectos productivos, sociales y ambientales. Una de las más recordadas por su gravedad es la ocurrida en 1985.
A partir de este breve esbozo, proponemos una mirada retrospectiva desde los datos censales. En cuanto a aspectos productivos, durante la etapa analizada la cantidad de explotaciones iba en descenso: de las 630 registradas en 1969 se descendió a 401 en 1988, según los respectivos Censos Nacionales Agropecuarios. Hacia finales de los ochenta predominaba la cría de bovinos,9 aunque continuaba siendo de referencia la actividad apícola. Algunos tambos dispersos completaban un panorama donde la cría de ovinos era secundaria y donde la condición de tenencia de la tierra mayormente era la propiedad.
Por otro lado, desde los años sesenta se hizo evidente el decrecimiento poblacional alineado con los procesos referidos al marco provincial. Las migraciones internas articuladas con el éxodo rural dejaban su marca e incluso la pérdida de habitantes rurales se situaba cercana a un impactante cincuenta por ciento respecto del relevamiento de 1947.10 El proceso de urbanización había iniciado un inexorable derrotero. Y en el siguiente relevamiento la balanza siguió inclinándose en ese sentido: 9.213 habitantes urbanos frente a 2.101 rurales, un entorno aún con presencia fundamentalmente masculina.11 La población belgranense era también fundamentalmente nacida en la misma provincia frente a una minoría extranjera.12 Así lo demostraban los datos censales relevados en 1970 e incluso en 1980 la mayoría de los hogares particulares continuaban bajo una jefatura argentina y bonaerense.13
En cuanto a condiciones de vida, el promedio de habitantes por vivienda en la zona urbana era bajo e incluso inferior a otros partidos de la zona como Saladillo y Pila.[14] Las familias rurales remanentes, más modernizadas y reducidas, tampoco vivían en condiciones de hacinamiento (2,7) en una etapa en la que las formas de habitar empeoraron de forma crónica, sobre todo entre los sectores populares (Torrado, 2002). Esto último se refrenda en datos del censo de 1980 que mostraba valores similares, por debajo de lo revistado en el Gran Buenos Aires. El tipo de viviendas predominante eran las casas, con un menor porcentaje de construcciones precarias y ranchos (6%). Los datos aportados permiten esbozar las realidades vividas en General Belgrano como un partido con impronta ganadera aún latente, un campo que se desgranaba sin desparecer y mejores condiciones de vida respecto de otras realidades de la zona. A esto adicionamos un centro urbano que mantenía una oferta no demasiado amplia, pero suficiente para suplir las necesidades de la población adyacente.
En el corazón del pueblo se erigía la delegación municipal, el cine-teatro de la Sociedad Española local, una biblioteca, un club de indispensable referencia y un buen grupo de modernos comercios con artículos para el hogar, indumentaria y comestibles. La oferta se completaba con bicicleterías, jugueterías, librerías, casa de fotografías, farmacias. Las charlas distendidas se compartían en heladerías, pizzerías y cafeterías, mientras las juventudes se daban encuentro en algunos “boliches”, como Mi tía Sofía. Aun así, persistían antiguas tiendas que vendían artículos surtidos entre estantes plagados de latas, frascos y cajas. En las décadas estudiadas, General Belgrano tenía escuelas distribuidas entre el ámbito urbano, rural concentrado y disperso (donde algunas iban desapareciendo) e incluso una confesional para nivel primario y secundario que permitía internar pupilas.
En cuanto a los espacios infantiles, en las distintas plazas como en las mismas calles, concurrían niños(as) que se daban cita para andar en bicicleta o jugar “picaditos”. Era especial la calesita ubicada a pocos metros de la que fuera la estación del ferrocarril que se erige, como vestigio visual, en el centro de la que ahora es la plaza central. En verano los días en el balneario eran de fundamental cita para los más pequeños y para esta etapa los carnavales, aunque en consideración de los memoriosos habían perdido su carácter tradicional, conservaban una impronta especial. Con estas cuestiones en mente podemos pensar en aspectos específicos relativos a la población infantil.
Frente a este escenario buscamos determinar qué sucedía con la población infantil del partido, específicamente con la que habitaba en la ciudad cabecera. Aunque no siempre resulta sencillo discernir realidades urbanas de las rurales. Es cierto que en los campos del partido pululaban niños(as) escolarizados en una ruralidad dispersa o agrupada en pequeños parajes; niños(as) que tal vez asistían a la ciudad con relativa asiduidad o bien cuyas vidas transitaban de modo bastante aislado. Es decir, se dieron formas variadas de experimentar lo rural en un escenario de por sí trastocado por dinámicas expulsivas con resistencias. Pero incluso cuando residían en la ciudad, no pocas veces mantenían un vínculo fluido con lo rural por vínculos, cuestiones laborales de la familia o los mismos rasgos de la zona. Además, los barrios periféricos que se iban construyendo durante estas décadas suponían espacios donde lo rural y lo urbano se solapaban de forma difusa. Tal vez era lo rural, pero se le parecía bastante.
En cualquier caso, estas niñeces vivían en partidos de impronta rural, identidad que definía (define) al pueblo. Eran niños(as) que no experimentaban lo “urbano” en términos comparables a las grandes ciudades. Percibían una dinámica cotidiana tramada por vínculos cercanos (y vigilantes), marcadas jerarquías sociales según orígenes y trayectorias familiares, una relación cercana con el espacio público y rutinas tan reiteradas como compartidas. Por lo tanto, es necesario sostener una mirada heterogénea y dinámica pues incluye experiencias diversas incluso en el corazón del pueblo, además de vínculos en algunos casos estrechos con la ruralidad circundante.
A partir de estas aclaraciones, una mirada sobre datos censales revela que ser niño(a) en Belgrano era, sobre todo, crecer entre adultos. En 1960 el partido tenía una escasa población de personas de cero a catorce años comparada con los del conurbano, e incluso inferior a otros partidos vecinos.15 Y si nos remitimos a datos de inicios de los noventa, encontramos que era aún un partido envejecido, pues predominaban los mayores de 65 años mientras la franja etaria de cero a catorce años estaba despoblada (INDEC, 1999, p. 48).
Las estadísticas escolares corroboran estas lecturas. Nos referimos a las que remiten a nivel primario, es decir, que aportan específicamente al conjunto de población entre seis y doce años, sin contar con repitencias, absentismo o deserción escolar. Lo que notamos es que en los años setenta hubo un retroceso en la matrícula. La década siguiente es de recuperación. Estos cambios responden a la dinámica en el sector público, y puede sugerir que al inicio migraron escolares a la oferta privada, que luego se mantuvo constante: en promedio, durante esta etapa el único establecimiento de este tipo no superó los 400 estudiantes.
Por otra parte, la distribución de los establecimientos educativos también da una pauta sobre los espacios donde la presencia infantil generaba una demanda educativa específica. Pero también las dinámicas de la población que impactaban en la desaparición de este tipo de oferta en zonas rurales. En ese sentido, en el ámbito urbano funcionaban, para nuestro período de estudio, cinco escuelas que databan mayormente de finales del siglo XIX o inicios del XX y que se distribuían en diferentes barrios como registro del avance del pueblo sobre las periferias. En la ruralidad agrupada, en Gorchs, funcionaba una escuela desde 1893. Mientras que en la ruralidad dispersa se contaban siete establecimientos en localidades aledañas como La Chumbeada, Chas, Paraje La Verde o Estación Ibáñez. Un puñado de ellas, en pequeños parajes, a veces cerca de estancias, habían sido clausuradas por falta de matrícula. La más reciente databa de 1952 en las tierras donde se había creado una colonia agrícola durante la etapa peronista, espacio cuya disputa con el Estado provincial -a raíz de una amenaza de subasta- generó en 1983 un verdadero estallido popular conocido como “El Pueblazo”.
Lo que comentamos encaja con el perfil de un partido expulsor de población, estancado demográficamente, con predominio de población nativa (nacida en Buenos Aires) y, sobre todo, escaso de niños y jóvenes. Estos rasgos articulan con una progresiva consolidación de clases medias en el centro urbano con familias acotadas. También a un importante despoblamiento rural en una zona de actividad ganadera con predominio de cría que no requería de familias rurales extensas.16 En este contexto situamos el despliegue de recuerdos que nos aproximan a la experiencia infantil respecto del pueblo o del campo, y a veces sobre realidades donde las diferencias eran poco claras.
En el pueblo, el campo. Memorias de infancia
¿Cómo era ser niño(a) en el pueblo, en el tránsito de los años setenta a los ochenta? La experiencia cotidiana de crecer en dicho espacio evoca recuerdos atravesados por una serie de actividades, modos de pasar el tiempo y vínculos que se identifican como particulares. Para comenzar las entrevistas utilizamos preguntas que funcionaran como disparador de ese tipo de experiencias a través de aromas, sabores, sonidos y sensaciones. De esta suerte, los recuerdos que se asocian de modo inmediato a la especificidad del espacio remiten al perfume de las campanillas, unas flores que crecían en los alambrados que separaban las casas. También el aroma de algunos árboles, como los pinos, que abundaban en los alrededores. Y a la bosta de las vacas que “estaba presente siempre”. Porque, en los recuerdos, crecer en el pueblo de todos modos suponía impregnarse los sentidos de sensaciones campestres, típicas de un partido tradicionalmente ganadero. Como explica S., que creció en uno de los barrios más retirados del centro, allí “había muchas vacas, incluso en la canchita [de fútbol] largaban caballos y teníamos que juntar la caca para [poder] jugar” (S., comunicación personal, 11 de mayo de 2023).
Vivir en el corazón de General Belgrano significó también impregnarse de una gama de sabores familiares. Para A. suponía conseguir los primeros pastelitos almibarados que la abuela le regalaba para consentir (comunicación personal, 27 de abril de 2023). Para S., en cambio, la rutina doméstica admitía comidas que una mamá trabajadora podía preparar con rapidez en los días de semana, antes de ir a la escuela (como “chuletas, milanesas con puré, esas cosas”) incluso cuando su papá era “especialista de los estofados” (comunicación personal, 11 de mayo de 2023).
También en la piel se guardan registros de esa vida infantil. Se recuerdan las heladas que inauguraban un día escolar cualquiera con calles escarchadas, incluso intactas un mediodía del mes de septiembre. Vivir en el pueblo era experimentar el potente maridaje del frío impasible con el completo silencio de las noches. Este registro, tal vez más naturalizado en los oriundos, era mucho más evidente para un recién llegado. Por eso es un registro que destaca es G., que se mudó a sus ocho o nueve años desde un partido al sur del conurbano donde los ruidos cotidianos eran del todo diferentes. De hecho, con su familia habían vivido en un barrio atravesado por rutas aéreas que comenzaban y terminaban en el Aeropuerto de Ezeiza (G., comunicación personal, 29 de abril de 2013).
En suma, al comenzar a indagar sobre las vivencias infantiles rememoradas surge un compendio de sensaciones que pretenden demostrar lo concreto de haber crecido en un pueblo, y en modo particular, en ese pueblo. En tal sentido, E. inició la entrevista con una definición sencilla pero que resulta ilustrativa: “[fui] un pibe de pueblo del interior [de la provincia de Buenos Aires]”. Y brindó a continuación un retrato sobre el discurrir diario de esas niñeces de las que siente que formó parte:
En ese momento fue mi vida calle de tierra, zanja, patio, mucho tiempo libre, nos criábamos en la calle, en la vereda, en los baldíos, jugando con mucha tranquilidad. Los amigos te venían a buscar, golpeaban las manos, salías… y así nos íbamos y andábamos toda la tarde. Eso de niño, y de joven directamente me iba solo a vaguear al pueblo o al río y pasaba todo el día solo y volvía a la noche a mi casa (E., comunicación personal, 6 de septiembre de 2023).
Es cierto que esas referencias pueden ser compartidas con tantas otras. De forma contemporánea algunos espacios del conurbano bonaerense, e incluso algún barrio periférico de la capital federal podrían coincidir en alguna de dichas descripciones. Sin embargo, no interesa tanto corroborar si las experiencias del interior bonaerense en clave infantil efectivamente fueron tan diferentes, como relevar que esa distinción formó parte (y aún lo hace) de la significación e interpretación de las propias experiencias. Y que ese modo de pensar(se) forjó una identidad propia de dicha comunidad infantil. Dicho en otras palabras, se entrevé un imaginario de lo urbano y capitalino que da, por oposición, rasgos específicos a las experiencias propias. Por lo anterior, se rescatan dos palabras reiteradas que se utilizan para traducir las sensaciones que resumen las experiencias como niños(as) de pueblo: libertad y (mucha) tranquilidad. En palabras de A.: “la libertad que tenés acá es de andar, de venir, bicicleta…”. En definitiva, de crecer en una casa “con la puerta abierta de par en par” (A., comunicación personal, 27 de abril de 2023). Una tranquilidad que se considera contrastante respecto del gran despliegue urbano de la capital y sus cercanías.
Aun así, las vidas infantiles discurrían por una variedad de espacios que excedían los límites de lo doméstico, y la escuela resulta una referencia ineludible. Rememorada con profundo cariño por algunos o con rechazo por otros, las aulas podían ser un espacio de encuentro, un refugio para una vida familiar con puntadas de abandono o tristeza o bien un auténtico reservorio de demostraciones de incomprensión, hostilidad y autoritarismo. También de fuertes distinciones sociales. Para ilustrar estas experiencias resulta fundamental el testimonio de E., que explica:
No, lo que sí se sentía era la vivencia de la escuela, la opresión por la diferenciación de los distintos estatus sociales. Mi familia no era rica, ni era poderosa, ni tenía campo, era el taller [de su papá], no era el gran abolengo ni la gran tradición en el pueblo el apellido [de su familia]. No me podía comparar con otros chicos: estaban los Bunge, estaban de la historia bonaerense, los Anchorena… yo fui compañero de Anchorena, yo fui compañero de esos chicos que verdaderamente no eran mala gente, son chicos que les cae el apellido porque son de esa familia, pero bueno… no me podía comparar (E., comunicación personal, 6 de septiembre de 2023).
Las diferencias que estructuraban las relaciones y dinámicas cotidianas en el pueblo se espejaban, con innegable nitidez, en la vida escolar de sus niños(as). Una cuestión de la que eran plenamente conscientes y trasciende en su registro memorístico. En ese sentido es que podemos coincidir en la importancia de relevar una sedimentada trama de jerarquías sociales con un distinguible correlato infantil que bifurcaba experiencias.17 Sin embargo, se puede notar que ese ordenamiento social era una elaboración compleja nutrida por diferentes elementos: en la cúspide del prestigio, el apellido y el dinero suponían un capital innegable. Pero incluso ser del pueblo era, a fin de cuentas, un elemento decisivo.
En relación con lo último referimos a lo que expresa G. cuando comparte su experiencia como escolar y afirma sin ambages: “me portaba mal, no hacía los deberes”, mientras se recuerda a sí mismo sentado debajo de la campana con sentido aleccionador. Pero resulta claro al transcurrir la entrevista que los desencuentros con la escuela local, más allá de darse en torno de diferentes métodos de enseñanza, tenía que ver con los límites a la integración. Por eso manifiesta que “[había] mucho rechazo de que los tradicionales de acá [que] no podían tomar algo nuevo”. Y añade, “era otra vida, otra forma de educación” (G., comunicación personal, 29 de abril de 2023).
Esas distinciones resultaban evidentes para un foráneo, pero también lo eran para los propios del pueblo. Por eso E. considera que “General Belgrano es una ciudad del interior, agroganadera con una impronta bastante conservadora pero que ha agregado mucha gente que se ha establecido porque es próspero y porque tiene el tema del turismo” (E., comunicación personal, 6 de septiembre de 2023). Esa dinámica, para los años setenta y ochenta, se traducía en una comunidad con posiciones diferenciadas en una jerarquía social tan invisible como evidente: para quienes no formaban parte, o al menos, no del todo. Y los niños(as) que quedaban sumidos en esa situación percibían plenamente dichas distancias. En todo caso las pequeñas vidas discurrían en fuerte conexión con una escuela que bien podía contener, como también reproducir y remarcar pautas de exclusión.
Otra cuestión que resulta remarcable es el fuerte sentido de pertenencia y apego a diferentes espacios públicos, a veces con diferente intensidad de acuerdo con las épocas del año. Por eso, sobre todo en el ámbito barrial, aparece con notable claridad, donde lo común era clave. Se trataba de estar “todos en la calle jugando al Martín Pescador, todos juegos grupales” (A., comunicación personal, 27 de abril de 2023). Y mucho más en épocas de carnaval, cuando asomarse a la vereda significaba asumir un riesgo implícito por todos conocido: dejarse mojar por “bombitas” de agua lanzadas por amigos o perfectos desconocidos.
De hecho, durante el carnaval, los límites, repujados con claridad el resto del año, se volvían más flexibles. Como observa E., eran momentos de “desborde, de fiesta” (comunicación personal, 6 de septiembre de 2023). Durante esas noches de verano se percibía un relajamiento e incluso una apertura a la formación de nuevos vínculos pues florecían nuevas amistades como también noviazgos.
Los carnavales en el pueblo eran, sobre todo, el momento de mostrarse, de ser vistos y de suspender momentáneamente esas diferenciaciones mencionadas. Al mismo tiempo el juego se volvía un código compartido por grandes y chicos. El pueblo disfrutaba de los festejos en las calles céntricas y periféricas, de los corsos y de los bailes en clubes o en el río. Pero eran los más pequeños los que entraban en una abierta competencia: mediante disfraces con diferente grado de elaboración asombraban con su dulzura, prestancia o desfachatez al desfilar frente a miradas tan atentas como inquisitivas. Ese, era “otro” carnaval.18
Frente a ese jugar a “ser otro” -un diarero, una odalisca, una holandesa- no sólo se les observaba, sino también calificaba y eventualmente, premiaba. En ese sentido se refiere S., cuando explica que:
En esa época se hacía un carnaval previo que se llamaba Corsolandia, era para chicos, incluso tengo fotos disfrazado de pistolero [ver Figura 4]. Estaba ese carnaval previo y después estaba el carnaval para grandes y sí, también recuerdos hermosos de jugar con espuma y de correr, eran muy sanos (…) También participaban chicos en comparsas. Yo no participé nunca pero mi hermana sí participaba en comparsas que armaba una mujer del barrio, así que estábamos siempre ahí (S., comunicación personal, 11 de mayo de 2023).
El sentido de pertenencia, que claramente se jugaba en términos del territorio, iba más allá de la vereda, la calle o el barrio. La cercanía con el río y otros cursos de agua surcaba las experiencias de estas niñeces. Para A. significaba ir a un canal dentro de una estancia donde su abuelo la llevaba junto con su hermano a pasar muchas horas pescando. El juego se transformaba luego en un sabor “delicioso” cuando la abuela preparaba escabeche con las tarariras que habían conseguido (A., comunicación personal, 27 de abril de 2023). Por similares sentidos discurre el relato de E. cuando se refiere al río. Rememora la “interminable" variedad de peces y manifiesta que “podías estas horas y horas” pescando “y te volvías a la noche con una bolsa de pescado llena para comer”. El tiempo en el río era distinto. Transcurría con parsimonia allí donde los(as) niños(as) se acercaban munidos de sencillos elementos de pesca, “de caña común con una tanza, una boyita que podía ser cualquier corcho, un anzuelo y lombriz” (E., comunicación personal, 6 de septiembre de 2023). El río podía ser, sin embargo, mucho más que un lugar de silencio donde el tiempo pasaba lentamente. Se rememora como espacio de recreación, juego y tiempo libre sin supervisión adulta (“ir a vaguear”, dice E.). Y adquiría diferentes expresiones, como el mismo río: podía ser un lugar para pescar, andar en bicicleta, darse algunos chapuzones o simplemente pasar el rato.
Del mismo modo, la pileta municipal era donde las niñeces podían conocer nuevos amigos(as) que llegaban incluso desde otros lados a tomar un respiro de la rutina citadina. Una verdadera apertura al mundo exterior rodeada de juegos con agua. Y se asistía de forma casi devota: si el día era soleado, tanto mejor; pero si llovía siempre había chance de ir a los videojuegos en un local en frente del predio. Así lo explica A.: “yo me acuerdo de que no faltaba nunca a la pileta, llovía e íbamos igual, después también tenías la bajada al río, así que pasabas un rato ahí, era como un lugar de encuentro muy lindo” (A., comunicación personal, 27 de abril de 2023). Por eso, vivir en el pueblo era sumirse en dinámicas conocidas, aceptadas y compartidas con un registro espacial que la comunidad infantil conocía muy bien.
Esto era ser un niño(a) de pueblo, aunque desde luego las experiencias podían divergir. Si bien había niños(as) que accedían a estos espacios de forma regular, el club deportivo e incluso la biblioteca municipal eran de suma importancia para otros. En cualquier caso, resulta notorio que en la reconstrucción de las memorias se reivindica una identificación con el pueblo por oposición a la gran ciudad, pero también a lo rural. Pero como ejemplificamos y continuaremos exponiendo, esta última diferencia no siempre resultaba tan evidente.
Como explica E., “me crie dentro del casco de la ciudad, era un niño de pueblo, pero no de campo, un niño de la ciudad con vecinos, con la vida urbana que había en la ciudad, la escuela, dentro de lo normal que se podía hacer dentro del funcionamiento de un pueblo” (énfasis nuestro). Éste último como un espacio que, sin embargo, “está relacionado directamente con el tema del campo, creo que la diferenciación de campo era… entre campo y pueblo”. Por eso es importante aclarar que “vivir en el pueblo” podía suponer realidades bien distantes. En algunos casos significaba crecer en el mero centro, donde en torno de la plaza se arremolinaban la escuela, diferentes tiendas y espacios concurridos, pero también podía referir a barrios distanciados donde “en una manzana tenías 5 o 6 casas” (A. comunicación personal, 27 de abril de 2023) o incluso menos, si se trataba de una quinta alejada.
En línea con lo anterior, G. considera creció como un niño de pueblo, pero luego agrega: “en frente a mi casa se hacía una cuadra más y era campo”. De hecho, para él, mudarse a General Belgrano desde el sur del conurbano se había sentido como aterrizar “en el medio del campo”.
Algo similar ocurría con S., quien explica: “nos fuimos a un terreno propio, era la última casa del pueblo y estábamos pegados -todavía sigue eso- a una quinta que es un campo con molino y vacas, así que abría la ventana de mi pieza y veía vacas” (G., comunicación personal, 29 de abril de 2023; S., comunicación personal, 11 de mayo de 2023). Así, las memorias remiten a un campo percibido como cercano, pero que consideran ajeno a sus experiencias. Aunque las visitas o excursiones al campo existieran, de hecho. En algunas ocasiones recuerdan que sus padres recibían invitaciones e iban a las zonas rurales próximas, por motivos familiares o laborales. Es decir, era un entorno sin dudas presente, aunque no se habitara.
El campo era también un lugar donde se podían cazar liebres o patos con rifles al costado de los caminos e incluso robar algunos choclos (E., comunicación personal, 6 de septiembre de 2023). Acerca de esta innegable proximidad se refería S. cuando relataba las diversas instancias en que, junto con su hermana, desplegaban juegos en el tiempo libre en dichos espacios:
“Nosotros, como teníamos el campo al lado, siempre teníamos perros y eso y salíamos al campo a pasear, decíamos que salíamos a cazar liebres, pero nunca agarrábamos una liebre con los perros nuestros. Después como era toda zona rural íbamos mucho a ese campito que estaba al lado y después mucho a lo de mi tío, el mejor paseo del fin de semana era ir a la casa de mi tío y pasar el día ahí. Era una experiencia hermosa porque aparte está el bosque y paseábamos por ahí. Era esa la vinculación que teníamos con el campo. Y después mi viejo trabajó muchos años en una estancia de albañil, haciendo un chalé, estuvo como cuatro años así que de vez en cuando íbamos a esos lugares que era una estancia grandísima, Ibáñez se llama el lugar y alguna vez trajo ñandú, que no duraron mucho, pero tuvimos un tiempito” (S., comunicación personal, 11 de mayo de 2023).
En estas reminiscencias de niños de pueblo, sin dudas, el campo emerge. Y, sin embargo, es claro que para ellos lo rural era otra cosa. ¿Cómo se traza, entonces, el límite? Es interesante recuperar la perspectiva de A., quien vivía en el pueblo, pero iba con mucha asiduidad (en vacaciones, todos los fines de semana) al paraje La Chumbeada porque sus abuelos paternos tenían allí una carnicería y verdulería. Era un dinámico espacio de encuentro, sociabilidad y aprovisionamiento en las cercanías de una estancia, una escuela rural, un almacén, una herrería: es decir, “todo esta(ba) concentrado” pero sin perder su carácter rural. En ese lugar ella atendía a los clientes, entregaba productos, también cobraba. Y a la vez, era su refugio para tomarse una Coca-Cola, comer golosinas y hacer amigos. También podía ver un poco de televisión al caer la noche, disfrazarse con telas que su abuela guardaba o jugar a la lotería.
Pero ¿era el campo? ¿O era el pueblo? En ese sentido, A. se apura en aclarar: “igual nunca fue un campo de andar a caballo, era de otro estilo, era más de amigos, jugábamos todo el tiempo fuera” (énfasis nuestro). Y esto era así porque ese paraje estaba rodeado de “estancias (que) estaban minadas de empleados con hijos”. Emerge así una gama de expresiones de lo rural que se vivencia desde la asiduidad, pero también desde los vínculos y los afectos. En este caso, lo rural se define en los pequeños gestos que dotaban de sentido a la experiencia: “hacíamos desde tortas de barro hasta juntar huevos, moler el maíz, mi papá se encargaba de la parte de matar al animal” (A, comunicación personal, 27 de abril de 2023). Es por lo anterior, precisamente, que A. expresa: “mi mayor parte de la infancia me la pasé en el campo”, lugar que ella asocia al arrullo de las palomas. Pero cuando se le pregunta si considera haber sido más bien una niña de pueblo o de zona rural, asocia su experiencia a lo urbano, aunque su relato remite a ese escenario de encuentro y afectos que al comienzo definió como “campo”:
“No… más me pueblo me siento, sí… no de ciudad, de pueblo porque, ya te digo, el campo de mi abuelo estaba en una ciudad muy pequeñita, no es que estaba totalmente aislada. Era un pueblito, no era tan descampado, tenía luz entonces sí… me siento más de pueblo” (A., comunicación personal, 27 de abril de 2023, énfasis nuestro).
Su experiencia permite comprender que se puede ser, tal vez, ambas cosas: de campo, y a la vez de pueblo. Que los márgenes que separan una y otra experiencia a veces son discretos y en algunas ocasiones, incluso se solapan. En los relatos lo rural se manifiesta en referencias variadas: es un lugar “en el medio de la nada” o una “ciudad muy pequeñita, un pueblito”, como el paraje donde los abuelos de A. tenían su negocio. Entonces, ¿qué es el campo o lo rural en la memoria de la infancia de nuestros entrevistados? Es una construcción caracterizada por lo vacío, inhabitado y, sobre todo, aislado. Otras dimensiones de lo rural, cercanas sin dudas a sus experiencias vitales (y sobre todo si se las compara con otras “urbanas”, como las del conurbano o la capital) no son consideradas en ese sentido. Pero lo que es interesante es que, aunque cuando las definiciones que más rápidamente emergen tienen que ver con esas imágenes, en algunos matices se evidencia también otro más accesible, menos aislado, más atravesado por la sociabilidad que no era el campo. Esa es la diferencia entre un campo “de andar a caballo” y todas las demás referencias.
Dicha diferenciación de lo rural, que por momentos es enrevesada, queda bien plasmada cuando surgen caracterizaciones sobre niñeces consideradas propiamente del campo. En ese sentido, A. explica: “a veces iba a la casa de mis primas, que mi tío era tambero y estaban en el medio de la nada” (A., comunicación personal, 27 de abril de 2023, énfasis nuestro). El aislamiento se refuerza entonces como clave para establecer matices que hacían a la vivencia, pero también a las carencias y modos de ser niño(a).
Es por lo anterior que S. afirma que “el chico de campo siempre fue distinto […] eran más humildes”. Esta cuestión, entonces, se asocia no sólo a una ubicación geográfica privada de comunicación con el pueblo, sino con los recursos de las familias. Crecer en el campo era, sobre todo, hacerlo con necesidades insatisfechas. Y explica: “yo no notaba mucha diferencia entre lo que eran ellos y lo que era yo porque éramos todos de clase media, capaz que baja. Pero sí lo que veía era que la escuela de ellos quedaba lejos. En la colonia había una escuela rural y veíamos que iban a caballo los chicos, nos llamaba la atención eso” (S., comunicación personal, 11 de mayo de 2023, énfasis nuestro). No obstante, esa imagen sobre los coetáneos de la ruralidad circundante no remitía solo al aislamiento y la carencia, pues identificaban cuestiones positivas asociadas a rutinas menos rígidas, al juego en conjunto, a la libertad. En ese sentido, S. cierra su relato afirmando que los niños de la colonia “El Salado” tenían una conexión diferente con la escolaridad y el juego: “nosotros íbamos impecables a la escuela, a lo sumo jugábamos a la payana, había muchos juegos, pero eran todos de... a la bolita, a la tapadita con las figuritas, todas esas cosas. Ellos tenían la canchita de fútbol y jugaban en los recreos, se ensuciaban todos […] nosotros envidiábamos eso” (S., comunicación personal, 11 de mayo de 2023, énfasis nuestro).
Finalmente, los matices que identificamos como característicos de las memorias de quienes fueron niños(as) de pueblo no pueden escindirse del particular momento histórico al que remiten. Es decir, la impronta de la última dictadura militar. Es de destacar que en una primera instancia las personas entrevistadas acuerdan en que no se percibían a nivel local las notas represivas del contexto general. Sin embargo, al reconstruirse los recuerdos se hace notorio cómo emergía la opresión en diferentes espacios, como la escuela. Una opresión que, al tiempo y como sugerimos antes, suponía una diferenciación social notoria que signaba derroteros, en algunos casos, de forma claramente negativa. No obstante, desde los recuerdos el pueblo parecía transcurrir en una realidad diferenciada de los relatos que traían consigo quienes viajaban a la capital federal por diferentes motivos. En ese sentido, E. recuerda: “cuando nosotros éramos chicos [mi papá] en un momento empezó a decir que Buenos Aires estaba peligroso y que podía pasar que caminabas por la calle y te chocabas una bomba”. Para la familia de G., que tenía lazos con la Armada, estas cuestiones habían adquirido un cariz mucho más preciso e incluso impulsado la movilización familiar a un espacio más tranquilo.
Por ende, aunque en la superficie de la memoria persista la sensación de desconocimiento e ignorancia sobre lo que se vivenciaba, el clima de época hundía raíces profundas en las impresiones infantiles. En las casas no se hablaba de política, coinciden. Pero captaban un comentario, dicho al pasar en algún negocio o en una radio uruguaya, enganchada casi de casualidad. En todo caso, la dictadura aparece asociada a sensaciones particulares que denotan que, en efecto, crecer en esa etapa tuvo efectos distinguibles. Por ejemplo, en torno de las emociones que los embargaba en esos años, más allá de la parsimonia pueblerina habitual, A. reconoce aún la tristeza que la impregnó cuando se acercó con su familia a la estación de ferrocarril a llevar alimentos para los combatientes durante la guerra de Malvinas. En un tono similar, S. recuerda las visitas que hacían en familia a un matrimonio amigo de sus padres, eran en encuentros plagados de desconsuelo. Cuando creció supo que esa familia buscaba una hija desaparecida.
Más allá de estos aspectos más sutiles, quienes fueron niños(as) durante esos años en General Belgrano, fueron protagonistas y testigos, con diferente grado de proximidad e involucramiento, del Pueblazo. Es decir, aquella movilización masiva que puso a todo el pueblo en la calle para manifestarse contra el atropello de una decisión provincial que afectaba al patrimonio local, pero que encendió también consignas antidictatoriales. La cuestión merece un análisis detallado que será objeto de otro estudio. Pero que ese evento haya sido fundante para la recuperación de la vida democrática en el pueblo, y que forme parte de la experiencia de las niñeces de la época, refuerza la idea de que crecer en aquella etapa tuvo signos distinguibles: no sólo en cuanto a percibir rasgos epocales asociados a la represión y las sensaciones que eso despertaba, sino también en modos renovados de participación popular democrática que incluyó también a los más jóvenes habitantes del pueblo.
Reflexiones finales
El derrotero que nos trajo hasta aquí inicia con el interés histórico por niñeces ubicadas entre lo rural y lo urbano, específicamente en espacios que no son categóricamente rurales, al menos en un sentido tradicional. Por eso este estudio se propuso abordar niñeces de pueblo en el interior de la provincia de Buenos Aires, sin pretender un aporte localista ni tampoco construir un anecdotario. Entre los hallazgos a remarcar señalamos la reconstrucción de diferentes momentos donde lo escolar, el juego, la sociabilidad se fueron salpicando diversos escenarios transitados: la calle, las plazas, la canchita de fútbol, el río Salado, la pileta municipal. Encontramos niñeces integradas al espacio público con momentos remarcables, como los carnavales, donde vínculos y espacios trazaban límites más difusos. Sin embargo, esos límites estaban. Pues en las memorias también emergen sensaciones de bronca, desencanto o incomprensión frente a dinámicas sociales que, al tiempo de incluir y generar pertenencia, dejaban a otros sujetos en los contornos de la comunidad infantil. La jerarquía social que estructuraba al pueblo también se desplegaba de forma potente entre los más jóvenes habitantes. La pertenencia se verificaba, entonces, desde temprana edad y, allí donde no se daba en forma plena, aparecen narrativas de rebeldía que expresan la soledad de no ser parte.
Por otro lado, las niñeces de General Belgrano tenían un próximo vínculo con lo natural, sobre todo en asociación al río, donde el paso del tiempo adquiría una dimensión diferenciada de la rutina cotidiana del pueblo. Pero también aparece lo rural en una gama de matices. El campo era para estos niños(as) una realidad inmanente. E incluso cuando quienes comparten sus recuerdos no identifiquen sus pasados infantiles con la ruralidad, aparecen referencias que trazan la proximidad con un entorno rural que influenciaba sus experiencias. Esos espacios rurales, sin embargo, eran diferenciados. No todo era “el campo”, incluso cuando los rasgos rurales fueran evidentes. Ese espacio, en el sentido contenido entre comillas, era el que se vivenciaba desde el aislamiento y la carencia. En cambio, la cercanía de los vínculos, los tiempos entre amigos y el disfrute trazaban otras experiencias.
Finalmente, reflexionamos acerca del modo en que la impronta dictatorial caló en la memoria de la infancia. Al respecto encontramos que, si bien suele sostenerse que no se identifican diferencias o particularidades, la experiencia infantil quedó impregnada de impresiones, emociones o experiencias que decisivamente tuvieron que ver con dicho contexto. Por lo que es posible afirmar que crecer en un pueblo en épocas de dictadura militar tuvo notas distinguibles en las vidas infantiles que parecían quedar al margen.
Desde la riqueza que aporta la mirada aguzada en lo particular, consideramos que el recorrido realizado puede ser una contribución para (re)pensar en los diferentes modos de vincularse con lo rural-urbano con foco en la etapa infantil. También para comprender el influjo de las dinámicas de una comunidad pequeña en el ser niño(a), además de alentar problemas de investigación sobre pasados infantiles desde miradas descentradas que podrían hallar, más allá de las singularidades, puntos en común con nuestra propuesta. El presente trabajo ha sido, por lo tanto, también una declaración de intenciones. Es una invitación a pensar las potencialidades de una imbricación entre historia de la infancia, historia local e historia rural desde el invaluable aporte de la memoria como fuente histórica: no única, pero sí como innegable protagonista. Creemos que el caso trabajado ofreció atractivos puntos de interés al respecto.
Agradecimientos
Deseo agradecer a quienes me compartieron sus caros recuerdos de infancia. A la museóloga Clara Rodríguez por acoger mi propuesta y facilitar conexiones. A María y Diego del Museo Alfredo Múlgura por su ayuda con el trabajo de archivo. Todos(as) posibilitaron esta tarea, desarrollada al compás de una reciente maternidad, con enorme calidez y generosidad. Asimismo, agradezco las minuciosas lecturas de los(as) evaluadores(as) me permitieron enriquecer el trabajo.
Entrevistas
A. L., mujer. Nació en 1976, oriunda de General Belgrano, su familia provenía de poblados pequeños de la zona. Cursó la primaria en el colegio católico Jesús de Nazareth. Entrevista realizada en forma presencial en General Belgrano el 27 de abril de 2023.
S. N., varón. Nació en 1973, oriundo de General Belgrano. Cursó la primaria en la Escuela Nro. 1. Desde hace varios años reside en la provincia de Misiones. Entrevista realizada en forma remota el 11 de mayo de 2023.
E. S., varón. Nació en 1968, oriundo de General Belgrano, aunque su familia paterna provenía de Coronel Suárez. Cursó la primaria en el colegio católico Jesús de Nazareth. Desde hace años está radicado en el partido de La Plata. Entrevista realizada en forma remota el 6 de septiembre de 2023.
G. V., varón. Nació en 1969, oriundo de Burzaco (Almirante Brown), localidad de la zona sur del Gran Buenos Aires. Entrevista realizada en forma presencial en General Belgrano el 29 de abril de 2023.
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Notas
Recepción: 29 Septiembre 2023
Aprobación: 25 Marzo 2024
Publicación: 18 Julio 2024