Dosier: Sentidos, derecho y ley: avances y perspectivas sobre los
estudios sensorial-legales en Occidente (siglos XVI-XIX)
Los umbrales de sensibilidad a la violencia conyugal. Un estudio de caso en la Buenos Aires de principios de los novecientos
Resumen: Inspirado en una extensa tradición historiográfica que se ha ocupado de los sentidos, la sensibilidad y las emociones, este trabajo explora una causa del fuero penal en la que un hombre, que en los albores del siglo XX asesinó a su esposa en una casa del centro de la ciudad de Buenos Aires, fue condenado a la pena de muerte. El objetivo es develar la sensibilidad subjetiva y los umbrales de tolerancia social a la violencia conyugal, expresados por un elenco heterogéneo de actores que incluyen al homicida, sus parientes y sus conocidos, pero también a la policía, al defensor oficial, al fiscal, al juez de primera instancia y a los magistrados de la Cámara de Apelaciones. Se trata de un delito usual que recibió una condena excepcional, pero que aún en su singularidad permite avizorar los sentidos (entendidos como sensación, significado y sentimiento) de la violencia.
Palabras clave: Violencia conyugal, Sentidos, Umbrales de tolerancia, Emociones, Ley, Justicia.
Sensitivity thresholds to marital violence. A case study in Buenos Aires at the beginning of the twentieth century
Abstract: Building on an extensive historiographical tradition that has been concerned with the senses, sensibilities and emotions, this paper explores a criminal court case involving a man who, at the dawn of the twentieth century, killed his wife in a house in downtown Buenos Aires and was sentenced to the death penalty. The aim is to uncover the subjective sensibility and the social thresholds of tolerance to conjugal violence expressed by a diverse array of actors that includes the perpetrator, his relatives, and acquaintances, but also the police, the official counsel, the prosecutor, the lower court judge, and the magistrates of the Court of Appeals. This was a usual crime that received an exceptional punishment, but still in its uniqueness it allows us to glimpse into the senses (understood as sensation, meaning and feeling) of violence.
Keywords: Conjugal violence, Senses, Emotions, Threshold of tolerance, Law, Justice.
Introducción
El1 llamado giro sensorial parte de la premisa de que no solo sentimos el mundo, sino de que aprendemos a sentirlo de una determinada manera (Smith, 2007; Howes y Classen, 2013; Howes, 2014). Esta perspectiva analítica asume que la percepción sensorial, que implica un proceso simultáneo de sentir y atribuir significados a lo que sentimos, es selectiva, porque tanto lo que percibimos como lo que queda fuera de nuestro horizonte perceptivo depende de los filtros sociales que aplicamos a las personas, las cosas y el entorno (Friedman, 2011). Sentir y dar sentido constituyen el núcleo de la experiencia humana de la que se derivan formas de conocer e interpretar el mundo, hábitos, aprendizajes y prácticas que orientan la relación social y definen sensibilidades y umbrales de sensibilidad. En las últimas tres décadas esta línea de interpretación ha influido en el derecho, conceptualizando a la ley y la práctica jurídica como actividades de creación de sentido (Hibbitts, 1992; Bentley y Flynn 1996). A partir de los diferentes “sentidos del término sentido" (como sensación, significado y sentimiento), la jurisprudencia sensorial -como algunos denominan a este nuevo campo- intenta comprender cómo se configuran los regímenes de sensación en el dominio de la ley y la justicia.
Inspirado en estos avances y reconociéndose tributario de una extensa tradición historiográfica que se ha ocupado de los sentidos, la sensibilidad y las emociones, este trabajo, que es parte un proyecto de investigación sobre violencia conyugal,2 interpreta una causa de la justicia penal en la que un hombre, que a finales de 1901, asesinó a su esposa en una casa del centro de la ciudad de Buenos Aires, fue condenado a la pena de muerte.3 Aunque no se trató de un delito infrecuente, la trayectoria judicial de este homicidio tuvo un desenlace extraordinario, ya que sentenciar a un procesado al más severo de los castigos fue inusual para delitos comunes como el que se analiza aquí.4 El expediente, abultado y de una inusitada densidad, ilumina aristas de la violencia conyugal y de su tratamiento judicial que suelen permanecer escondidas detrás de la preguntas secas y formales de los jueces y los fiscales y de las respuestas escuetas de los acusados y los testigos. Para condenar a un homicida a la pena de muerte, el juez tuvo que cerciorarse de la ausencia de circunstancias atenuantes. Para eso indagó tres veces al acusado y citó a un extenso elenco de testigos a los que interrogó de manera minuciosa. Las respuestas de aquellos que tenían un vínculo estrecho con la víctima y el homicida recrearon la espiral de violencia que precedió a la tragedia. Los testigos ocasionales, que no conocían los pormenores de la vida del matrimonio, ofrecieron una versión parca y distante del hecho en la que, sin embargo, se asoman sus propias consideraciones sobre la violencia. En su singularidad, esta causa revela la/s sensibilidad/es hacia la violencia conyugal de los múltiples actores que, convocados para actuar sus diferentes roles (acusado, testigos, fiscal, defensor, juez y magistrados de la Cámara de Apelaciones) convergieron en la escena judicial para relatar lo que sabían (porque lo habían visto u oído) del homicida, de la víctima y del crimen. Pero el caso, con su severo corolario, también se proyectó más allá de los límites del dominio de la justicia, no solo porque la crónica policial se ocupó de amplificarlo, sino porque la justicia (como el derecho) también crea sentidos y delinea marcos de interpretación, al tiempo que interviene y es intervenida por las experiencias sensibles y los umbrales que cada sociedad traza para definir qué grados y formas de violencia le resultan (in)tolerables.
El casal de canarios
Hacía apenas un año que Ricardo González había llegado a Buenos Aires, cuando una mañana de principios de diciembre de 1901 asesinó a su esposa, la costurera Berta Tijona, en una casa “amplia y moderna” de la calle Callao. Ricardo y Berta se habían casado en Santiago de Chile -de donde ella era oriunda- en el otoño de 1898 y todavía no tenían hijos. Cuando el juez y su secretario llegaron al lugar del hecho, advirtieron que, excepto por las dos habitaciones del ala trasera que ocupaba el matrimonio, la vivienda estaba vacía. El cadáver de Berta, con la cabeza destrozada, yacía en el piso de una habitación transformada en un improvisado taller de costura, donde reinaba una confusión de figurines, moldes de papel, telas y prendas a medio confeccionar machadas de sangre y salpicadas de masa encefálica. Cerca de Berta, se hallaba el arma homicida: un martillo sin mango. En el cuarto contiguo, entre las sábanas ensangrentadas de la cama matrimonial, se asomaba la empuñadura de nácar de un pequeño revolver. Impasible, el ojo escrutador del juez dibujó con palabras la imagen del final despiadado de una vida y de una historia conyugal tan breve como turbulenta.
Terminada esta instancia preliminar, la visión, que en el dominio de la ley y la justicia ocupa la cima de la jerarquía sensorial, porque se la asocia al conocimiento y a la verdad (Pavoni, Mandic, Nirta & Philippopoulos-Mihalopoulos, 2018), daría lugar al oído, a la escucha de la declaración del homicida y de los testigos. Lo que ellos vieron, oyeron -y sintieron- se entrelaza en relatos que, aunque se ciñen a los protocolos que regulan las declaraciones en un juzgado, son ambiguos, contradictorios, e incluso falaces. Sin embargo, juegan un papel decisivo no solo para desentrañar las acciones y las razones del acusado y la historia de la víctima, sino también para administrar justicia. Pero, a la vez, son los capilares que enlazan el universo minúsculo y hermético del expediente judicial con los umbrales de sensibilidad social, a los que Alain Corbin (1992) definió como las configuraciones de lo buscado y lo rechazado, de lo tolerable y lo intolerable dentro de una cultura.
Sereno e indiferente prestó declaración el homicida. Estaba en la cama de un hospital, porque había intentado suicidarse. Dijo que cuatro días antes del hecho, Berta le recriminó que no trabajaba, y como ella se resistía a entender que “la situación no era producto de la haraganería sino de la mala suerte”, se “enredaron” en una disputa que fue subiendo de tono, hasta que él “le dio una bofetada, aunque nunca la había golpeado”. Entonces, ella se fue a la casa de María y Carlos Hoffmann, la comadre y el compadre de Ricardo. A la mañana siguiente, fue a verla y “como la quería” le rogó que volviese, pero Berta se rehusó. Esa misma tarde, la mujer apareció en la casa de la calle Callao. Aunque él lo interpretó como el regreso al hogar, en realidad ella solo estaba de paso. Quería retirar unas telas, un par de vestidos que tenía que entregar a sus clientes y la máquina de coser. Otra vez, Ricardo intentó una reconciliación y ella volvió a rehusarse. Sin embargo, le dio una “esperanza”, cuando dijo que regresaría solo si, delante de Carlos Hoffmann, él firmaba un papel -que ella misma redactaría- en el que se comprometía a tratarla bien y a buscar trabajo. Dos días más tarde, Ricardo firmó el documento que, aunque no tenía fuerza legal, lo obligaba moralmente ante su compadre. Entonces, cargaron las telas y la máquina de coser en un coche de alquiler y regresaron a la casa en la que vivían desde hacía dos meses, cuando el dueño se las cedió a cambio de que la cuidasen hasta que él pudiera venderla.
Fue una tregua efímera porque pocas horas después del regreso se reavivó la discusión que habían tenido cuatro días antes, aunque esta vez Berta tensó los límites y le dijo a Ricardo que quería separarse. Al oír esas palabras “se irritó tanto que la tomó a golpes de puño tirándola al suelo”, pero como ella comenzó a gritar, “para no importunar a los vecinos”, le oprimió el cuello y, munido del martillo sin mango, “le aplicó un sinnúmero de golpes en la cabeza y le hizo pedazos los huesos de la frente”. Cuando se dio cuenta de que la había matado, salió al patio “a reflexionar sobre su obra” y “supo que por más que huyera, la policía terminaría capturándolo y, todavía peor, su nombre quedaría por el suelo y sus familiares y conocidos le echarían siempre en cara lo que había hecho”. Entonces decidió suicidarse. Como no tenía arma, fue hasta el bar de la esquina, pidió un vaso de vino y le preguntó al dueño dónde podía comprar un revolver barato, aclarándole que lo quería para completar una colección. Con la recomendación de adquirirlo en una casa de compra y venta de objetos usados, salió a recorrer los cambalaches de la calle Corrientes. Pero como no tenía suficiente dinero, decidió volver a la casa para hacerse con la máquina de coser de Berta. La vendió y con lo que obtuvo compró el revolver de marco nacarado que el juez vio entre las sábanas el día del crimen. Antes de intentar suicidarse, volvió a pasar por el bar a tomar una grapa y, cuando regresó a la casa, se acostó y se descerrajó un tiro en la mandíbula. El dolor era cada vez más intenso, pero la muerte no sobrevenía. Pensó en intentarlo de nuevo, pero “reflexionó que no tenía sentido” y salió a la calle a pedirle ayuda a un vigilante, al que terminó confesándole que había matado a Berta. Con este relato indolente Ricardo respondió a la primera indagatoria del juez, quien, siguiendo el procedimiento de rigor, antes de finalizar, le preguntó si deseaba agregar algo a la declaración. Entonces, el homicida le rogó que cuidase a los dos canarios que tenía en una jaula en el patio de su casa, “un macho y una hembra que pueden morirse si no les dan de comer y de beber”.
Excepto cuando expresó las frases “como la quería (en alusión a su esposa) le rogó que volviese”, “se irritó” al oír que ella deseaba separarse, o cuando manifestó su desvelo por el destino del casal de canarios, el relato de Ricardo parece una visión alucinada de un pasado de apenas cuatro días. En una rememoración que no recurre a los lenguajes emocionales clásicos de los “crímenes pasionales”,5 como un espectador imperturbable, el homicida entrelazó los episodios de su propio drama conyugal en una narrativa impasible en la que la dimensión sensorial parece desconectada de la experiencia afectiva. Ricardo ve a su mujer viva, entre telas y prendas a medio confeccionar, escribiendo el documento que lo comprometía a tratarla bien, o yaciendo en el piso con la frente destrozada; oye que ella quiere separarse; siente el sabor del vino y la grapa después de matarla, toca la empuñadura nacarada del revolver. En la elocuencia seca de una descripción de los hechos que apela a los sentidos más que a las emociones, el vació afectivo contrasta, sin embargo, con el pasaje de la indagatoria donde el homicida justificó el intento de suicidio arguyendo que temía que “su nombre quedarse por el suelo”. El honor, una disposición clave en la economía emocional de la época y un “habitus” que producía y estructuraba las prácticas sociales, complejiza la interpretación de la experiencia de Ricardo,6 que fue capaz de matar con ensañamiento, pero no pudo tolerar la vergüenza -un sentimiento entrelazado con el sentido del honor- y la carga del juicio de los otros sobre su acto homicida. Como es bien conocido, el honor es un sentimiento asociado a la masculinidad y a la violencia, cuya raíz no es moral sino exclusivamente social. En este sentido, la convergencia del honor y la violencia conyugal ocurría, por ejemplo, cuando el marido deshonrado mataba a la esposa infiel para limpiar su nombre. Sin embargo, es raro que el honor se disocie de la justificación del crimen y, en cambio, se alegue como la razón del suicidio. En este caso, fue el acto criminal en sí mismo (y no la conducta de Berta) lo que mancilló el honor de Ricardo, que después de “reflexionar” sobre las consecuencias “de su obra”, comprendió que la única salida era quitarse la vida.
Si el sentido del honor es un indicio del umbral de sensibilidad del homicida, su desvelo por el bienestar de los canarios y la ostensible tensión entre esta actitud y la crueldad hacia su mujer es más difícil de interpretar. Si bien es cierto que en las últimas décadas han florecido los estudios que demuestran la existencia de una relación intrincada entre la crueldad hacia los animales y la violencia doméstica (Ascione et al. 2007; Zilney, 2007; Volant, Johnson, Gullone & Coleman, 2008), sería aventurado (y anacrónico) extrapolar esta conclusión a los albores de los 1900, aunque para entonces, la distinción entre humano y animal se había vuelto más difusa, porque ya existía un cierto consenso sobre sobre la condición sintiente de los animales (Eitler, 2014; Piazi y Corti, 2021). Tanto la condena pública a la crueldad sangrienta contra los animales como el afecto hacia ellos formaban parte de la sensibilidad del siglo XIX, que se reflejaba, por ejemplo, en la presencia de animales domésticos en los hogares, en la creación de sociedades protectoras, y en la emergencia de nociones de apego. Es probable que Ricardo hubiera sido alcanzado por este vuelco en la sensibilidad y apreciara a los canarios como seres sin malicia por cuyas vidas vulnerables los humanos debían velar. En cambio, su mujer no solo no era inofensiva, sino que encarnaba una paradoja irresoluble: aunque él la degradaba castigándola, ella lo había sometido. Berta gozaba de cierta autonomía porque se ganaba la vida como costurera, mientras él había quedado subordinado a la condición de “mandadero” porque, “con la excusa de que estaba sin empleo, ella lo obligaba a ocupar el tiempo repartiendo por los negocios del centro de la ciudad los vestidos que confeccionaba”. Pero a la vez, en contraste con los canarios, Berta tuvo un comportamiento impuro, que -posiblemente- desde la perspectiva de Ricardo, la envilecía. Desafiando su autoridad, abandonó el hogar, buscó refugio fuera del hogar, expuso la intimidad hostil de su matrimonio ante los Hoffmann, y después de obligarlo a firmar un compromiso de buen trato, terminó confesándole que quería separarse. Berta desdeñó los mandatos y los valores inherentes a su condición de mujer casada. Quizá para el homicida eso redujo su estatus moral y lo llevó a tomar tanta distancia de ella que dejó de considerarla un ser sintiente.
Las declaraciones de los testigos, en las que se imbrican sentidos, sentimientos y emociones, revelan la sensibilidad subjetiva hacia el acto cruel que el homicida ejecutó y relató con desapego y, a la vez, alumbran los umbrales de tolerancia social e institucional a la violencia conyugal. Por el juzgado desfilaron un vigilante y un agente de la policía, el dueño del bar, la propietaria del cambalache donde Ricardo vendió la máquina de coser, el del negocio donde compró el revólver, el dueño de la casa de la calle Callao, la hermana de la víctima -Luisa Tijona-, y el matrimonio Hoffmann. Algunos testimonios son densos y detallistas, otros someros y parcos, como el del vigilante de calle al que Ricardo acudió buscando alivio a su “dolor insoportable” o el del agente de policía que lo detuvo cuando abofeteó a Berta en una parada del Tranway.
Luisa Tijona, una de las primeras testigos a la que citó la justicia, declaró que, aunque nunca había visto las escenas de maltrato, se había “figurado el padecimiento de su hermana cuando ella le contaba sus pesares”. Oír ese relato insistente “sobre la maldad”, hizo que Luisa sintiera “asco” por su cuñado y evitara visitar la casa de la calle Callao porque “verlo le provocaba repulsión”. De hecho, creyendo que Berta estaba decidida a abandonar a su marido, la acompañó a retirar sus ropas y los objetos de costura, pero por “no cruzarse con [Ricardo] González”, la esperó en la vereda. Mientras regresaban a lo de Hoffmann, su hermana le confesó que, aunque él “tenía el hábito de castigarla”, ese día la había “tratado cariñosamente” y como “lo quería, iba a darle una nueva oportunidad”. Luisa intentó disuadirla recordándole que todavía no había pasado un mes desde que Berta lo denunciara por maltrato en la comisaría, después de que él la abofeteó en la parada del Tranway. Aún sin participar de ninguno de estos episodios, Luisa describió con nitidez cada escena, tal como si la hubiese visto, y dijo que esos recuerdos “le reaviva[ban] el asco que sentía” por su cuñado. En el universo de causas judiciales por lesiones, homicidios y divorcios, es habitual encontrar mujeres que, envueltas en el torbellino de la violencia conyugal, manifiestan asco por sus maridos y concubinos.7 Sin embargo, es inusual que los testigos expresen esa emoción y más aún, si como Luisa, no han visto al acusado perpetrando el maltrato o no han estado en la escena del crimen. No es sencillo determinar si Luisa repitió la palabra “asco” porque la había oído de boca de Berta o si se trataba de una experiencia emocional propia, que hacía intolerable la sola presencia de Ricardo. Como es bien conocido, el asco -una de las sacudidas más violentas que nuestro sistema perceptivo es capaz de recibir-8 no resulta solo de las sensaciones físicas asociadas con los olores nauseabundos, las sustancias repulsivas, los sabores repugnantes o las visiones horribles, sino que también forma parte del paisaje moral de las sociedades, porque es una estructura cultural útil para moldear el comportamiento, las normas y los valores (Miller, 1997). Aunque el ámbito de lo moralmente repugnante es amplio y variable, entre las situaciones que provocan asco moral en Occidente se cuentan los actos ofensivos que encarnan violencia sin sentido contra personas indefensas y vulnerables. Quienes degradan su propia condición humana cometiendo acciones crueles provocan asco en los demás (Haidt, Koller & Dias, 1993; Haidt, Rozin, McCauley & Imada 1997). Aunque resulta plausible que Luisa solo estuviera replicando las palabras de su hermana, no convendría descartar que lo que expresó fuese su propia experiencia repulsiva, que puede leerse como un indicio de su umbral de tolerancia a la crueldad.9
A los Hoffmann, en cambio, parecía no resultarles intolerable que Ricardo golpease a Berta. A diferencia de Luisa, que nunca había visto las escenas de maltrato, tanto Carlos como María Hoffman declararon que era habitual que, en su presencia, Ricardo “cacheteara a Berta sin razón de ninguna clase o que ella les contara que el maltrato era algo continúo”. Sin embargo, ellos no solo aceptaron ser testigos de la firma del compromiso escrito que Berta impuso como condición para volver a la casa de la calle Callao, sino que Carlos “habló antes en privado con [Ricardo] González para persuadirlo de que buscase un trabajo y corrigiera su conducta”. ¿Acaso Hoffman, que había visto cómo la golpeaba, creía que ese pequeño papel con su redacción torpe y apresurada sería capaz de detener el caudal de violencia que brotaba de Ricardo? Refrendar el compromiso por escrito ¿fue idea de Berta o de Carlos Hoffmann? Es una pregunta difícil de responder. Según Luisa, fue su hermana la que lo propuso porque Ricardo la “trató cariñosamente” el día que pasó a recoger sus pertenencias. Sin embargo, el encabezamiento de la nota sugiere lo contrario, porque Berta escribió: “después de lo resuelto por Carlos me decido a volver contigo”. El posible que haya sido Hoffmann el que la indujo pensando que Ricardo cumpliría con su palabra, pero también porque, aunque la había auxiliado ocasionalmente alojándola en su casa cuando el marido la agredía, él y su esposa no estaban dispuestos a contenerla si se separaba. En los días que precedieron a la firma del compromiso, Berta “por primera vez, le dijo [a Carlos Hoffmann] que se había determinado a dejar para siempre a su marido”. Quizá fue ese giro lo que lo motivó oficiar de mediador y testigo, porque evaluó que acompañarla en el intrincado tránsito por una separación y un eventual divorcio sería material y anímicamente muy costoso para su familia. Es claro que María y Carlos Hoffmann eran menos sensibles al maltrato que la hermana de la víctima. Ellos vieron el maltrato del que Berta era víctima y, sin embargo, la animaron a que se reconciliase con el marido usando el recurso del documento. Al firmarlo en presencia de su compadre, Ricardo se obligaba a tratar bien a su esposa empeñando la palabra y el honor, una disposición emocional que era el punto de confluencia de los dos hombres. Ricardo, que tenía en “alta consideración a Carlos Hoffmann por ser una persona seria, honorable (…) y un buen amigo”, no podía rehusarse a comprometer la palabra ante él si quería que Berta regresara al hogar. Si el sentido del honor está incrustado en la mente y en el cuerpo y sus códigos (que pueden ser incluso más estrictos que la ley) prescriben formas de comportamiento que sostienen las relaciones sociales, resulta verosímil que Hoffmann confiase en que Ricardo no faltaría a la palabra empeñada.10 Sin embargo, bajo la superficie moral del acto de la firmar el papel subyacía el sentido práctico, porque ese contrato improvisado era una salida ventajosa para ambos: Ricardo recuperaba a Berta y los Hoffmann se desvinculaban de una disputa conyugal que, aunque ajena, comprometía su intimidad y la dinámica de su vida doméstica.
La declaración de Carlos Hoffmann no recurre a la indisolubilidad del matrimonio para justificar su empeño en que Ricardo y su esposa volvieran a unirse. Sin embargo, es posible que fuera un motivo poderoso. De manera paradójica, el juicio por el homicidio de Berta se superpuso cronológicamente con los años en los que el debate sobre la ley de divorcio vincular movilizó (y dividió) a la sociedad porteña. Desde la presentación del proyecto, en septiembre de 1901, hasta el debate parlamentario, casi un año más tarde, la iglesia, los partidos políticos y la prensa se ocuparon de crear sentidos (a favor o en contra) de la ruptura definitiva del vínculo matrimonial. Mítines, manifestaciones callejeras, notas en los diarios, artículos de humor y caricaturas, instalaron el tema en la opinión pública poco antes de que Berta le confesara, primero a los Hoffmann y poco después a su marido, que quería separase.11 Tal vez, cuando el proyecto fue ingresado en el Congreso, el rumor de la discusión pública (que tanto desde quienes estaban a favor como de los que se oponían a la sanción de ley, buscó involucrar a las mujeres para transformarlas en actores fundamentales) que provocó la iniciativa llegó a sus oídos, la persuadió de que la idea (sostenida por los sectores que se oponían al divorcio vincular)12 de que el matrimonio protegía a las mujeres no era más que una consigna vacía; y la ayudó a reducir su umbral de tolerancia al maltrato que Ricardo le propinaba en privado y en público.
Uno de los agentes de la policía que fue citado como testigo, declaró que una noche de noviembre de 1901, estaba apostado a pocos metros de la parada del Tranway cuando Berta se le acercó denunciando que su marido la había golpeado. Cuando el policía le preguntó a Ricardo si era cierto lo que su esposa afirmaba, él respondió que ella no era su esposa, sino “una mujer cualquiera” y negó haberla maltratado. Sin embargo, cuando Berta levantó la voz, acusándolo de mentiroso, el agente tuvo que interponerse porque Ricardo “quiso atropellarla y pegarle una bofetada”. Ambos terminaron en la comisaría, donde él fue alojado en una celda, mientras Berta declaraba y le rogaba al comisario que la hiciera acompañar a lo de los Hoffmann, pues “quería quedarse ahí, porque se sentía más tranquila y segura”. El testigo confirmó que la mujer había sido golpeada porque el lado izquierdo de su cara estaba “muy colorado, signo evidente de que había recibido una trompada”. Sin embargo, ese rastro no configuraba ni siquiera una lesión leve que justificase el inicio de una causa penal. Entonces, Ricardo fue puesto en libertad mientras Berta se refugiaba en lo de Hoffmann. Al día siguiente, Berta volvió a la comisaría pidiendo que alguien la acompañase a su casa a buscar sus pertenencias porque temía que el esposo volviese a golpearla. El comisario le ordenó al mismo agente que la escoltara.
Detener a Ricardo tras el episodio del Tranway, acompañar a Berta en el medio de la noche hasta lo de Hoffmann, custodiarla hasta su casa para evitar que el marido la golpease, son conductas que revelan una noción de la vulnerabilidad femenina y una forma de sensibilidad hacia la violencia, pero a la vez, evidencian los límites burocráticos, legales (y culturales) contra los que chocaba la capacidad de agencia de la institución policial para poner a salvo a las víctimas de maltrato. Secundarla entre el sufrimiento de un matrimonio malavenido y el refugio emocional que para ella representaba la casa de Hoffmann, no alcanzó a remediar un vínculo carcomido por la violencia que presagiaba una tragedia que ni los Hoffmann, ni la policía ni Luisa alcanzaron a vislumbrar.
Para el fiscal, el juez del crimen y los magistrados de la Cámara de Apelaciones, la violencia que Ricardo descargó contra Berta no era una conducta a la que la sociedad debía acostumbrarse. En un escrito breve, la fiscalía solicitó la pena de muerte aduciendo que no existía ningún atenuante a favor del homicida. En su alegato, el defensor oficial recurrió a la figura trillada del varón que, harto de los reclamos de su mujer, termina perdiendo la razón, en un rapto de ira ultima a la esposa y, “al recuperar la conciencia, el dolor y el arrepentimiento son tan profundos que solo encuentran alivio en la idea del suicidio”. Sin embargo, el argumento no convenció al juez. En funcionario indagó minuciosamente al homicida e insistió en repreguntarles a los testigos buscando circunstancias atenuantes a la severa pena prevista en el Código Penal para quien matase al cónyuge. A los testigos les inquirió de manera reiterada e insistente si Ricardo era alcohólico. Los Hoffmann, Luisa y el propietario del bar adonde acudió a beber después de asesinar a Berta, aseguraron que jamás lo habían visto borracho. A Ricardo le preguntó si su mujer alguna vez le había sido infiel, una conducta que, de probarse, habría mitigado el castigo.13 Seguramente, Ricardo estaba al tanto de que al adulterio era un eximente, porque en la segunda indagatoria le dijo al juez que, poco tiempo después de casarse, cuando vivían en Punta Arenas, había descubierto a Berta manteniendo relaciones carnales con un vecino. Parecía una historia fabricada para la ocasión. Sin embargo, en la tercera indagatoria, el funcionario insistió sobre la figura de la esposa infiel. Esta vez le preguntó si acaso sospechaba que Berta tuviese un amorío con Carlos Hoffmann, pero Ricardo descartó esa hipótesis, “por descabellada y porque Hoffmann es un hombre honorable y su esposa es amiga de mi mujer”.
En una sentencia mesurada e impasible, que revive el tono de la pericia ocular de la escena del crimen, el juez condenó a Ricardo a la pena de muerte. Desestimó el alegato del abogado defensor arguyendo que el homicidio no había sido un acontecimiento aislado, producto de un rapto de ira, sino que la violencia “constituyó el sentimiento dominante que el acusado tenía hacia su esposa, a la que maltrataba de forma continua y a la que golpeó con ensañamiento hasta dejarla exánime”. La sentencia tampoco se hizo eco del arrepentimiento que, según el defensor, había quedado probado por el intento de suicidio. El juez no percibía gestos de contrición ni en ese acto, ni en la declaración del homicida. La ausencia de remordimiento, que el funcionario ya había vislumbrado cuando, en la primera indagatoria, Ricardo solo expresó desvelo por la vida de sus canarios, debe haberse vuelto más ostensible al leer una carta en la que el director del hospital le relataba que, cuando el acusado se enteró por las noticias policiales de que el fiscal había pedido la pena de muerte, cambió por completo su comportamiento. Hasta entonces, era “un hombre callado, sereno e indiferente”, pero después de leer el diario, “se apoderó de él un intenso nerviosismo”. Ricardo “recorría sin cesar la sala común del hospital, manifestando gestos agresivos hacia el resto de los internos, en una actitud peligrosa que demuestra su desesperación”. Saber que podía perder la vida sacó al homicida de su entumecimiento afectivo, pero al mismo tiempo, confirmó la ausencia de remordimiento que el juez había notado cuando lo indagó por primera vez, pocas horas después de ultimar a Berta.
El defensor recurrió el fallo alegando que las permanentes injurias de Berta trastornaron “por completo los sentidos de mi defendido, que en un rapto de cólera que le nubló la conciencia cometió el delito”. En cambio, los magistrados de la Cámara de Apelaciones subrayaron que en el expediente no había pruebas de la pasión iracunda ni del arrepentimiento del homicida. En los considerandos, los camaristas tomaron distancia del lenguaje prudente que el juez había empleado en su fallo y afirmaron que la “serenidad de ánimo y la sangre fría” con las que Ricardo evocó el crimen en la indagatoria “evidencia[ban] la ferocidad” con las que ultimó a su “desventurada esposa”. Al tiempo que la ausencia completa de arrepentimiento ponía en evidencia la “animosidad desenfrenada de un sujeto sin límite moral alguno”. Por unanimidad, los magistrados resolvieron ratificar el fallo del juez del crimen.
Como vimos, la justicia de primera instancia agotó los recursos para probar que Ricardo que no había actuado bajo del efecto del alcohol y que Berta no le había sido infiel.14 Cuando se descartaron los eximentes, el juez escribió un fallo tan contundente como circunspecto. Cauteloso ante la severidad de la pena que aplicaría, sopesó cada frase evitando que se colasen lenguajes emocionales y morales sobre la conducta del acusado o sobre la magnitud del crimen que había cometido. La escrupulosa elección de las palabras, que se apegaron a las fórmulas jurídicas y a la letra de ley, complican la posibilidad de arriesgar una conjetura sobre la sensibilidad del juez y sobre su umbral subjetivo de tolerancia a la impiedad y la indiferencia de Ricardo. Sin embargo, los camaristas fueron menos cautelosos. En la alusión a la ferocidad del homicida se solapan significados emocionales y morales, porque no solo refiere a la crueldad con que mató a su esposa, sino, sobre todo, a la ausencia de sentimiento de culpa y el vacío afectivo que deja al descubierto la declaración indagatoria. Se trata de una “frialdad” que lo ubica moralmente en una condición inhumana y salvaje. En la perspectiva de los camaristas, Ricardo debía ser ejecutado por la falta moral de no sentir nada por su mujer y por mostrarse indiferente ante la incongruencia entre su comportamiento y las prescripciones que regulaban la vida en una sociedad civilizada. Los gritos de Berta, que Ricardo acalló estrangulándola (una forma usual de expresión de la violencia con la que el hombre demuestra autoridad y dominación sobre su esposa o su compañera íntima)15, su huesos frontales destrozados, la sangre y la masa encefálica salpicando los objetos del cuarto de costura dieron forma a una escena espeluznante que los diarios describieron sin discreción ni recato en unas crónicas policiales que incitaban los sentidos y la imaginación de los lectores y, a la vez, delineaban un umbral entre lo tolerable y lo intolerable y un punto de contacto entre la sensibilidad de la prensa y la de la justicia.16 La crueldad de Ricardo era impropia de una sociedad civilizada. Si él había eliminado de su campo visual y auditivo a Berta (para no volver a oír sus reclamos o sus deseos de separarse), los camaristas, ratificando el fallo de la justicia de primera instancia, lo eliminaban de una sociedad en la que no cabían ni la banalidad de los actos de los crueles, ni los sujetos que se gratificaban causando un sufrimiento innecesario.17
Transcurría el invierno de 1903 y el presidente de la nación, Julio Argentino Roca, cumpliendo con los protocolos que regulaban la aplicación de la pena de muerte, firmó el decreto que dispuso que Ricardo fuese ejecutado por un pelotón de fusilamiento en la Penitenciaría Nacional al alba del 27 de junio. Un grupo minúsculo de personas (el juez, el fiscal y un carcelero) vieron la ejecución. La silueta de los Hoffmann, de Luisa, del dueño del bar, del propietario de la calle Callao, de los comerciantes de los cambalaches, se desdibujaron entre la masa informe de seres anónimos que se figuraron el sufrimiento de Berta leyendo las crónicas policiales; y que el 28 de junio, cuando habían transcurrido dos años y medio desde que Ricardo le arrebatase brutalmente la vida, se enteraban por una escueta nota de la columna de las noticias policiales que el cruel ejecutor había sido ejecutado. ¿Fue un castigo ejemplificador que reformuló el umbral de lo que la sociedad estaba dispuesta a tolerar? ¿O se trató de un suceso tan efímero que no logró trascender el universo de la ley y la justicia ni sustraer a los hombres y mujeres de la época de la normalidad cruel a la que se habían acostumbrado?
Conclusión
Las preguntas con las que finaliza el apartado anterior son difíciles de responder a partir de la exploración de un acontecimiento singular.18 Sin embargo, es cierto que todos los acontecimientos son singulares, pero no pueden comprenderse sin inscribirlos en un contexto histórico más amplio, en el que sus singularidades revelan analogías y reiteraciones.19 Lo que aparece como singular es a menudo la excepcional imbricación de elementos que existen en varios contextos y épocas diferentes. En este sentido, aunque el caso de Ricardo y su dramático corolario, para el historiador -y posiblemente también para la sociedad de época- es una suerte de hecho inesperado, constituye, más allá de la excepcionalidad de la condena, una “singularidad relativa”, porque contiene numerosos rasgos más o menos ordinarios que nos permiten reflexionar sobre el lugar de la violencia en la sociedad de la época y sobre el paisaje ambiguo de la sensibilidad y sus umbrales variables, y que nos acercan a la experiencia, a la forma en que los actores que tuvieron algún contacto con la turbulenta vida conyugal de la pareja, a la que reconstruyeron como un estela dramática en el dominio de la justicia, sintieron y narraron lo que sentían. Si como señala Javier Moscoso (2016), para comprender la vivencia sensible y emocional, el énfasis no debe ponerse en la referencialidad de las experiencias subjetivas sino en su narratividad, leer este proceso judicial como una narración (compuesta por múltiples voces y tamizada por numerosas mediaciones) desvela las circunstancias culturales que permiten la configuración de una singularidad en una historia. Una historia que emerge del contexto y, a la vez, lo vuelve inteligible. Un caso que más que revelar lo que realmente ocurrió, es un comentario sobre cómo los actores de la época veían a la sociedad y se percibían así mismos, sobre aquello que toleraban y sobre lo consideraban intolerable.20
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Notas
Recepción: 31 Marzo 2023
Aprobación: 16 Mayo 2023
Publicación: 01 Julio 2023