Dossier: Las reformas político-institucionales en el Río de la Plata.
Herencias, conflictividad, consensos y proyecciones, 1820-1852
Herencias, proyectos y agenda pública para un orden provincial. El caso de Mendoza 1820-18281
Resumen: Este trabajo se inserta en el campo de discusión conformado en torno de la organización de los Estados provinciales rioplatenses luego de que en 1820 se disolvieran las autoridades centrales. Intenta mostrar a partir del caso de Mendoza cómo esos procesos organizativos estuvieron marcados por las propias dinámicas políticas regionales y las diversas herencias revolucionarias, ambas articuladas en los proyectos y agenda de las élites locales, más allá de la circulación del modelo reformista rivadaviano procedente de Buenos Aires que pudo servir de referencia. Para ello se abordan diversos aspectos de la configuración del orden institucional en el marco de la antigua jurisdicción reivindicada por la ciudad mendocina, recuperando junto a las referencias documentales, los aportes de la producción historiográfica reciente que viene evidenciando las lógicas específicas tramadas en la conformación de la provincia durante el periodo recortado para este estudio.
Palabras clave: Orden posrevolucionario, Provincias, Reformas Rivadavianas, Mendoza, 1820-1828.
Legacies, projects, and public agenda in the building of a provincial order. The case of Mendoza, 1820-1828
Abstract: This work is immersed in the field of discussion regarding the organization of the Rio de la Plata provincial States after the dissolution of the central authorities in 1820. It attempts to demonstrate how these organizational processes were marked by their own regional political dynamics and a diverse revolutionary legacy, which were both articulated by the local elite projects and agenda, beyond the reference imposed by the Rivadavian reformist government from Buenos Aires. In order to do so, different aspects of the configuration of this institutional order are approached by recovering not only the documental references, but also the contributions of the recent historiographic production highlighting the specific logics in the configuration of the province during the studied period.
Keywords: Postrevolutionary order, Provinces, Rivadavian reforms, Mendoza, 1820-1828.
Introducción
Durante mucho tiempo, el efecto modélico de las reformas rivadavianas sobre las provincias rioplatenses conformó una premisa explicativa de su proceso político posterior a 1820. El relato de la historiografía liberal había colocado el centro de su perspectiva en Buenos Aires, configurando una imagen en la que la exitosa gestión del ministro Rivadavia habría servido como referente ejemplar al Interior. En Mendoza, el relato fue reproducido por los historiadores locales, desde aquellos que participaron del proyecto de integrar las provincias en la historia nacional emprendido por la Junta de Historia y Numismática Americana (Academia Nacional de la Historia desde 1938), bajo la conducción de Ricardo Levene (Correas, 1947, pp. 99 y 105; Raffo de la Reta, 1947, p. 96),2 como por los posteriores y hasta épocas recientes (Comadrán Ruiz, 1991, p. 96; Cueto, Romano y Sacchero, 1994, pp. 18-19).3 Articulada con esa matriz de lectura, la influencia de las ideas ilustradas en su versión de la Ideología francesa completó el panorama de los factores explicativos de los gobiernos “liberales” mendocinos durante la década de 1820 según el tono marcado por la “feliz experiencia” (Pérez Guilhou, 2001, pp. 7-11; Sanjurjo de Driollet, 2004, pp. 43 y 47-48).
Sin desconocer la circulación en el ámbito local tanto de referencias a las reformas ejecutadas en Buenos Aires cuanto a la circulación de textos y actores vinculados a las doctrinas de les idéologues,4 la hipótesis que se intenta demostrar en este trabajo afirma que el proceso de organización del orden provincial mendocino luego de la disolución del gobierno nacional, estuvo marcado por lógicas y dinámicas propias vinculadas con las herencias revolucionarias a resolver y las tramas de relaciones regionales tejidas al ritmo de la guerra independentista y sus epígonos. En este sentido, el avance realizado por investigaciones particulares sobre otros casos provinciales en las últimas décadas,5 permite hoy pensar que la serie de reformas iniciadas en 1820 en cada uno de ellos, buscó resolver tensiones y problemas gubernamentales que, sin embargo, eran muy específicos de cada situación, conectados con la necesidad de definir nuevos órdenes político-espaciales y asumir las cargas sociales recibidas de los años de revolución y guerra (Ayrolo, 2007, 2016; Di Pasquale, 2009; Nanni, 2011; Paz, 2008; Tedeschi, 2011; Tío Vallejo, 2011). Se cree, en este registro, que una perspectiva que recupere la dimensión del complejo situacional de especificidad local y regional6 puede quizá contribuir a comprender mejor los enfrentamientos y reagrupamientos de las élites y sus políticas de gobierno, esto a partir de claves explicativas que superen las centradas en las luchas facciosas tanto al interior provincial como a escala rioplatense, y en este caso superar una mirada que aborda la oposición unitario-federal como si fuera solo expresión de un conflicto de porteños-provincianos (Chiaramonte, 1997, p. 221).
Teniendo en cuenta esta hipótesis, el trabajo indaga diversos aspectos del régimen configurado en Mendoza desde 1820 con documentación original (conservada en el Archivo General de la Provincia de Mendoza; en adelante AGPM) y édita, como también a partir de la producción historiográfica más reciente, vinculada a una perspectiva que ha ido “desde el centro a los márgenes” para dar cuenta del proceso político-institucional del periodo.7 El recorte temporal ha tenido en cuenta momentos fundamentales del objeto analítico propuesto. Por un lado, 1820 conforma un clivaje evidente en tanto no solo se disolvió el gobierno nacional residente en Buenos Aires, sino que también en él se desintegró la intendencia cuyana, marcando el inicio de una experiencia propia en torno de las ciudades que la conformaban, logrando San Juan y San Luis quitarse de encima la subordinación respecto de la sede cabecera.8 Sin embargo, este acontecimiento tuvo además otra implicancia, en tanto se vinculó con el estallido de la “unidad eficiente” sanmartiniana que marcó la ruptura explícita entre sus partidarios y opositores, provocando reposicionamientos clave (Bragoni, 2005; 2008). Por otro lado, el cierre en 1828 tiene que ver tanto con la sanción del Reglamento de Policía que realizó la primera gran reconfiguración del espacio provincial, fortaleciendo una lógica gubernamental territorial anterior que tendría larga vida en Mendoza, como con la reanudación de las alianzas regionales conectadas con la caída de las autoridades nacionales.
La exposición estará organizada en tres apartados. En el primero, se atenderá a la reorganización institucional y a la conformación de una esfera pública en la que prensa, prácticas asociativas y movilizaciones diversas acompañaron la discusión en torno de las reformas deseadas, posibles y concretadas. Luego, se abordará la espacialización política de la provincia y los procesos de territorialización que se articularon con ella, prestando atención a las modalidades jurisdiccionales desplegadas para el gobierno de la campaña. Finalmente, se analizarán las relaciones regionales y su impacto en la política local, no solo respecto de los intentos de acuerdo que restablecieran el vínculo cuyano, sino también en vinculación con los modos en que el propio devenir mendocino estuvo atravesado por la circulación de actores y proyectos en un marco espacial supraprovincial.
1- Límites y posibilidades de un orden republicano representativo
El levantamiento del Batallón de Cazadores producido en San Juan recién estrenado el año 1820 desencadenó una serie de sucesos que culminaron con la desintegración de la gobernación intendencia de Cuyo y el inicio de un reordenamiento en cada una de las tres ciudades que la conformaban. Esta desarticulación de las jerarquías impuestas por el ordenamiento intendencial afectaron a otros espacios regionales con ritmos diversos según las propias experiencias políticas, sus relaciones económicas y personales entre las élites locales. Los reordenamientos se enfrentaron con recursos institucionales similares, dados por la instalación de Salas de Representantes, y con normas constitucionales que fueran dando forma legal a la configuración de los marcos provinciales sobre los territorios que se correspondían con las jurisdicciones reivindicadas desde las ciudades. En Mendoza (como en La Rioja y Buenos Aires) no se dictó una constitución, adoptándose como referencia normativa para diversos aspectos la Constitución de 1819 y el Reglamento de 1817 (Seghesso de López Aragón, 1997, p. 13).9
Si los derechos de los pueblos estuvieron en la base doctrinaria y en el espacio de experiencia de esta proliferación de soberanías (Chiaramonte, 1997, pp. 215-230, Verdo, 2006), su reformulación como instituciones representativas fue también una manifestación común en las nuevas provincias. En el caso mendocino, fue el flamante gobernador Tomás Godoy Cruz quien propuso su establecimiento, aunque su posterior fortalecimiento a partir de un origen predominantemente consultivo no puede desvincularse de las alternativas políticas planteadas en la agenda de gobierno ni de la efervescencia alcanzada por la esfera pública local. En efecto, la Junta instalada con cinco miembros en 1820 en una coyuntura político-militar que ponía en jaque la estabilidad gubernamental (Bragoni, 2005, p. 53), pronto adquirió un rol clave en el orden en ciernes, disputando al Cabildo la representatividad del “pueblo”. El aumento de sus integrantes iniciales, sumado a la discusión en torno de las formas y alcances de la práctica eleccionaria que la constituía,10 puso blanco sobre negro respecto de su legitimidad y de su potencia de legitimación en la organización local de los poderes. Por una parte, la cuestión de que una misma entidad, la Junta electoral, se encargara de la selección de los integrantes de Sala y Cabildo, fue la oportunidad para evidenciar las fricciones entre dos instituciones representativas que referirían a dos cuerpos políticos conceptual aunque no humanamente diversos; pero también, dio pie para impugnar tanto un sistema indirecto que era susceptible de manejos fraudulentos (con una ilegalidad todavía ambigua), como la configuración de un espacio político que no integraba la campaña dentro de la nueva comunidad política provincial (Molina, 2015b).
En tal sentido, las elecciones de fines de 1823 delinearon una coyuntura proteica para discutir las modalidades indirectas para seleccionar quiénes formarían la Junta que luego designaría a capitulares y representantes legislativos. Los sumarios sustanciados para reconstruir la serie de hechos que fundamentaron la decisión del gobernador de suspender los comicios, del mismo modo que los rumores de fraude que pulularon, permiten observar que, si bien todavía no resultaban claros los límites legales sobre los que debía correr la experiencia electoral, sí lo era el cuestionamiento de que los miembros de dos entidades de diferente naturaleza política emanaran de un mismo órgano electivo (Molina, 2015b). De hecho, Bruno García,11 en calidad de gobernador interino, ya se había animado en los meses anteriores a oficiar a la Sala para que reviese la reglamentación vigente, garantizando no solo la elección directa de sus representantes sino también la incorporación de votantes rurales que fortaleciera la legitimidad al reflejar el nuevo espacio político provincial en su conjunto (AGPM, carp. 753, doc. 39, 16 de setiembre de 1823).
Durante el primer semestre de 1824, quienes habían sostenido tanto desde la esfera pública como desde la Sala una serie de reformulaciones con vistas a dotar de mayor peso a ésta dentro del organigrama gubernamental, lograron capitalizar sus esfuerzos. Si entre abril y junio una serie de eventos forzaron cambios en el personal del ejecutivo (Bragoni, 2004), en medio de una crisis financiera que se reflejaba en el problema incontenible de la falsificación monetaria (Academia Nacional de la Historia, en adelante ANH, 1988, p. 160, 11 de marzo de 1824; p. 164, 26 de marzo de 1824; pp. 167-168, 20 de abril de 1824; p. 170, 27 de abril de 1824), la nueva Sala representativa de julio logró incorporar a varios de aquellos sujetos que venían sosteniendo la necesidad de introducir reformas más profundas en el régimen institucional vigente. Con una agenda bastante clara (que se puede seguir en la continuidad de las discusiones y resoluciones legislativas recogidas en las actas),12 se abordó la cuestión de la organización judicial, estableciéndose dos jueces ordinarios de primera instancia (ANH, 1988, p. 178, 6 de julio de 1824), un juez de menores, pobres y esclavos, y un juez de aguas, estos dos últimos rentados (ANH, 1988, p. 179, 7 de julio 1824); se definió, además, que la función de policía pertenecía a la esfera del ejecutivo, debiendo nombrar éste un comisario para ocuparse del ramo (ANH, 1988, p. 180, 8 de agosto de 1824).13 Con ello vaciaban de funciones al Cabildo, las cuales ya venían siendo recortadas también en relación con la autorización y el financiamiento de las obras edilicias y de riego,14 lo que con anterioridad era materia exclusiva del cuerpo municipal como administrador de los recursos de propios y arbitrios. Este conjunto de medidas preparó la institucionalidad provincial para su posterior eliminación (concretada al año siguiente),15 evidenciando un proceso diverso al manifestado en los casos porteño y cordobés, en los que las disputas representativas con la Sala en caso del primero, y las fricciones por la gestión de los recursos en el segundo, definieron trayectos de mayor improvisación y, con ella, mayor continuidad efectiva más allá de los lenguajes (Ternavasio, 2000; Agüero, 2012).
La inmediata reglamentación de las elecciones a través de una ley específica aseguró el voto directo de representantes en las designaciones de los diputados mendocinos al Congreso reunido en Buenos Aires y de los provinciales en el mismo mes de julio en la que fue sancionada (ANH, 1988, p. 181, 13 de julio de 1824; p. 186, 3 de agosto de 1824). De hecho, esa norma seguiría sirviendo como referencia para posteriores ajustes del acto eleccionario (registro de papeletas, confección de padrones, definición de prácticas fraudulentas, distritos y mesas) (ANH, 1988, pp. 264-265, 21 y 23 de enero de 1826; p. 315, 13 de marzo de 1827; p. 317, 24 de abril de 1827). Y si bien la participación en los comicios de los meses y años siguientes no estuvo a la altura del régimen pergeñado,16 al menos sentó las bases para la construcción de una dinámica de legitimidad representativa que alimentaba la del resto del sistema de gobierno, en cuanto el propio gobernador era elegido en el seno de una Sala ampliada para esa ocasión.17 Esta potencia legitimadora que brindaba el órgano legislativo, de hecho, permite comprender su permanencia y actividad en las décadas siguientes, cuando el fortalecimiento del ejecutivo no pudo dejar de negociar con quienes conformaban aquel (Bransboin, 2014, p. 68).
Por último, cabe marcar que la Sala renovada en julio de 1824 logró concretar la instalación de una Cámara de Justicia que recibiera las apelaciones de la justicia de primera instancia y eliminara la situación de un juzgado de alzadas concentrado en una sola (y casi siempre la misma) persona, intento fallido dos años antes, pero que desde este momento logró cierta estabilidad (Acevedo, 1979, pp. 97-118).
Estas discusiones en torno de la organización del nuevo orden provincial, no obstante, estuvieron amplificadas por una esfera pública que, si ya había visto un proceso de politización importante durante el periodo revolucionario en general, y sanmartiniano en particular, se complejizó aún más a partir de la publicación de papeles periódicos, la fundación de algunas asociaciones y la continuidad de experiencias de participación popular habilitadas por las milicias.
Con respecto a la prensa, los esfuerzos del periodo se gestaron a partir de la idea de que la opinión pública era el resultado de la discusión a la vista de todos a partir de la expresión individual como opinión racional, explícita y convencida (Roig, 1968, pp. 29-30). Sobre la base de la necesidad de estimular un escenario para ese debate siempre con la convicción de que la diversidad daría lugar a la elaboración de un único parecer consensuado surgido de la suspensión del juicio errado ante la evidencia de la verdad, fue que aparecieron diferentes proyectos editoriales. Por un lado, desde junio de 1822 se inició la edición del Registro Ministerial, entendido como engranaje clave de la esfera pública en tanto daba a publicidad las acciones gubernamentales. Junto a él aparecieron El Verdadero Amigo del Pays (1822-1824) y El Eco de los Andes (1824-1825), los cuales se convirtieron en actores políticos fundamentales en la discusión y definición de la agenda pública de esos años. En este sentido, ambos cumplieron la función de creadores de opinión favorable a las reformas políticas, canalizaron discusiones que corrían también por otros carriles y marcaron los pasos a seguir en la configuración de un orden republicano representativo. Ya sobre el final del periodo abordado, en 1827, El Iris Argentino tomó la posta, continuando la labor doctrinaria y discutiendo las formas violentas de expresión de El Huracán, en tanto rompían con las reglas de un debate racional tal como habían planteado los letrados unos años antes (Roig, 1968, p. 23).18
El rol que estos periódicos fueron adquiriendo, atizando las discusiones, pero también vehiculizando enfrentamientos personales, generaron tensión entre las necesidades de libertad de expresión para que cumplieran su función como motores de la esfera pública, y los requerimientos de gobernabilidad en coyunturas de conflictividad creciente. Así, mientras una resolución legislativa de fines de 1822 intentó restablecer esa libertad luego de un decreto restrictivo que no había logrado bajar los términos del debate de ese caldeado año, aunque conservando el criterio de que el impresor debía archivar una copia firmada del texto dado a luz a fin de limitar los anónimos (Ahumada, 1860, p. 16), una norma de 1828 avanzó más en las limitaciones. Reiteró la fórmula de reconocer que “Todo hombre es libre para comunicar sus luces y circular por medio de la Imprenta sus pensamientos y opiniones”, pero con dos imposiciones. Por un lado, las acusaciones públicas solo corresponderían al agraviado y al fiscal (si la ofensa perjudicaba a la sociedad); y por otro, no podían publicarse escritos sin firma, esta vez bajo pena de multa o presidio (Ahumada, 1860, p. 64).19 El dilema entre estimular el intercambio verbal para fortalecer la legitimidad del orden republicano representativo en construcción, y regularlo porque alimentaba la conflictividad, atravesó el periodo sin que pudiera resolverse, reproduciendo una situación que se replicaba en otros ámbitos provinciales y que respondía a esa misma tensión de base que implicaba aceptar un pluralismo que las élites, en definitiva, no podían o no querían tolerar (Nanni, 2011; Herrero, 2019).20 De hecho, en San Juan, el rechazo a la “Carta de Mayo”, la cual incluía no solo una básica libertad de expresión, sino que la ampliaba a la opción religiosa, estimuló una fricción política que culminó con la caída del gobernador, la solicitud de la quema del documento en la plaza pública y el pedido de cierre del teatro y el café “porque hablaban en ellos contra la religión” (Varese y Arias, 1966, pp. 153-156; Rueda, 2019, pp. 45-46).
Junto a esos ejercicios periodísticos se desarrollaron en Mendoza dos ámbitos asociativos cuya función, orientación y miembros no fueron ajenos a los debates y proyectos que se discutían en la Sala, la prensa y las tertulias particulares. En 1822 se fundaron la Sociedad Protectora de las Escuelas de Lancaster y la Sociedad de la Biblioteca, cuyos reglamentos fueron publicados en el Registro Ministerial, lo cual evidencia hasta qué punto el gobierno se interesaba en construir una esfera pública que nutriese su propia legitimidad. No obstante, esas actividades asociativas se articulaban también con iniciativas de particulares. Así, la primera de ellas había surgido bajo el estímulo de su promotor pedagógico, Diego Thompson, quien había pasado por la región cuyana publicitando un sistema de enseñanza inglés que garantizaba amplia alfabetización con un corto presupuesto.21 La formación de una entidad asociativa “protectora” de las escuelas de primeras letras a establecerse con este método, formaba parte del proyecto lancasteriano que reconocía la importancia del compromiso de la sociedad civil en la difusión y sostenimiento del sistema. La comisión directiva de la asociación estaba integrada por diversos personajes, entre los cuales estaba el gobernador y el alcalde de primer voto (Registro Ministerial, número 1, 15 de junio de 1822). De todos modos, si en otras provincias, y sobre todo en Buenos Aires, hubo intentos similares por difundir y aplicar este modelo (Narodowski, 1994), en Mendoza se convirtió en catalizador de una discusión que incluyó ingredientes ideológicos y enredó en ella a la otra entidad asociativa, la cual buscaba formar un fondo de libros disponibles para socios que, a cambio de un canon mínimo, pudieran acceder a él.22
En efecto, la vinculación de materiales heréticos que ponían en entredicho la fe católica con el origen extranjero del método pedagógico, afectó tanto a la difusión de éste como a los textos incorporados al acervo de la Biblioteca.23 Y no resultaba ajeno a todo este debate la presencia de Juan Crisóstomo Lafinur, quien había llegado a la ciudad entre fines de 1821 y comienzos de 1822, siendo contratado como profesor del recién reflotado Colegio de la Santísima Trinidad.24 En efecto, sus clases de Filosofía habían introducido a los estudiantes en el conocimiento de la Ideología francesa, desempeñándose simultáneamente como vicepresidente de la entidad lancasteriana y redactor de El Verdadero Amigo del Pays.25 Aunque bastante corta su estadía como para condensar solo en su persona la clave explicativa de la difusión de criterios racionalistas y utilitaristas (que habrían influido en las decisiones de gobierno de los meses y años siguientes, como han planteado ciertos autores referidos al comienzo), sí es claro que su residencia temporal activó la articulación dentro de la élite de dos posturas, enfrentadas entre 1822 y 1824 por proyectos diversos respecto de la extensión que debía darse al orden republicano representativo en construcción.
Mucho ha discurrido la historiografía mendocina en torno de este enfrentamiento entre los dos grupos, ya recogido, de hecho, por el mismo Hudson (2008, tomo I, pp. 404-407) en el siglo XIX. Hoy parece bastante claro que más allá de los embates personales, se trató de una discusión que discurrió en torno de los límites y posibilidades de un nuevo régimen político-institucional, dentro del cual la reubicación misma de la religión en la experiencia cotidiana era clave (Molina, 2018b). Si se tiene en cuenta la vigencia de una cultura jurídica católica dentro de la cual encontraba sentido el concepto de buen gobierno,26 se entiende mejor cómo los contenidos y los métodos heréticos estuvieron en el foco de una confrontación que tenía que ver, además, con la capacidad de intervención sobre ciertos espacios de poder social.27 Así, a diferencia del caso porteño donde la reforma eclesiástica sirvió de bandera para una movilización en la cual los sectores populares fueron nucleados tras la antigua trilogía de Dios, Patria y Buen gobierno (Di Meglio, 2006, pp. 230-254), en Mendoza el debate generado por las medidas tomadas pareció restringirse solo a los ámbitos en los que los miembros de la élite disputaban proyectos y márgenes de acción políticos.28 En tal sentido, un expediente judicial por injurias a la religión realizadas por un médico proveniente de la Banda Oriental fue, tiempo después, sustanciado rápida y silenciosamente, buscando acallar una prédica previa poco prudente, en tanto sus “investigaciones de la verdad” habían osado extenderse a un público más amplio que el restringido sector letrado, el cual sí podía aventurarse en lecturas y disquisiciones que iban desde posturas agnósticas a otras materialistas y ateas. Los reflejos del vicario foráneo de la ciudad para reaccionar evitaron que el hecho trascendiera y encendiera la discusión en la esfera pública, sobre todo teniendo en cuenta lo ocurrido pocos meses antes en San Juan a raíz de la “Carta de Mayo” (Molina, 2018b).
Pero como se ha podido observar, la configuración de un nuevo orden provincial implicaba dos cuestiones íntimamente relacionadas debido a la vigencia de un paradigma jurisdiccional dentro del que se incardinaba la función de gobierno. Por un lado, la necesidad de repensar la administración de justicia, y por otro, hacerlo en el marco de una espacialización que integrara los diversos territorios reivindicados por la ciudad de Mendoza.
2- Espacialización política, justicia y militarización
En efecto, tal como ha sostenido Hespanha (1993, pp. 98-105) y como la historiografía social de la justicia viene demostrando para el caso rioplatense (Barriera, 2019, pp. 217-269), convertir una extensión en espacio político (darle un “equipamiento”), implicaba dotarlo de jurisdicción, en tanto la función de gobierno se materializaba en la capacidad y finalidad de “decir justicia” (iurisdictio) (Garriga, 2004). Configurar un espacio político provincial, entonces, requería repensar la espacialidad definiendo las distancias (geográficas, sociales, administrativas, simbólicas) en las que se administraría justicia.29 Por ello no resulta casual que, a los pocos meses de desintegrarse la intendencia cuyana, asumir en plenitud las ciudades sus derechos como “pueblos” y comenzar a delinear sus jurisdicciones provinciales, fueran establecidas dos subdelegacías, una con sede en San Carlos (en Valle de Uco), y otra en Barriales.30 Sin desconocer el factor coyuntural en su instalación, vinculado a la conflictividad rural y la movilidad indígena provocada por las expediciones militares contra José Miguel Carrera (Bragoni, 2008, pp. 126-127), es claro que los propios procesos de territorialización experimentados durante los intensos años anteriores requerían, según la mirada de la dirigencia, un reordenamiento espacial y un nuevo equipamiento institucional.
En el caso del centro político fronterizo, los sucesos locales producidos a comienzos de 1820 en el contexto de los descalabros de la “unidad eficiente” sanmartiniana, debieron preocupar a las autoridades, haciendo evidente el peso de la herencia revolucionaria. Así, si en los años anteriores habían convivido en un mismo espacio jurisdiccional el comandante general de fronteras (que también era “juez político y militar” de la Villa de San Carlos y del Valle de Uco), y el comandante del Fuerte, el cual si bien ejercía funciones militares también solía actuar como auxiliar de justicia (Molina, 2014a), fue el primero de ellos quien pagó el resentimiento de los hacendados sureños por los esfuerzos de la guerra. De tal forma, en julio de 1820 se informaba al Cabildo que uno de los más destacados propietarios había sido “aclamado” juez y comandante de la Villa (AGPM, carp. 749, doc. 89, 5 de julio de 1820). Teniendo en cuenta este suceso y las fricciones que las autoridades convivientes en la jurisdicción habían tenido en los años anteriores (Molina, 2014a), se explica que el flamante gobernador Tomás Godoy Cruz solicitara meses después a la Sala la instalación de dos subdelegados en la campaña mendocina, puntualizando en el caso de San Carlos, la limitación de la capacidad del comandante de la fortaleza “a lo militar puramente” (AGPM, carp. 748A, doc. 2, 8 de febrero de 1821). Asimismo, solicitaba que, en tanto la crianza y comercialización de ganado conformaba la principal actividad productiva de la zona, correspondiera al flamante subdelegado la sustanciación de las causas de abigeato, incluso aplicando allí las penas con fines ejemplificatorios, previa consulta a la Alzada (AGPM, carp. 748A, doc. 2, 25 de mayo de 1821). La Sala concedió sus pedidos, equipó a ambos subdelegados con la justicia civil, aunque manteniendo en el sureño la comandancia de las milicias locales (ANH, 1988, p. 16, 28 de febrero de 1821) y otorgándole la jurisdicción criminal requerida por el gobernador (ANH, 1988, p. 24, 28 de mayo de 1821). La integración al espacio político provincial del Valle de Uco y los territorios aún más meridionales en torno del Fuerte de San Rafael, implicaba instalar una nueva autoridad que si bien recogía (e intentaba solucionar) las tensiones surgidas en los años revolucionarios, también establecía vínculos directos con el centro decisional instalado en Mendoza a través de un circuito administrativo que, con marchas y contramarchas, se iría fortaleciendo en las décadas siguientes (Molina, 2015a). Ello resultaba clave en una zona estratégica por su inmediatez a los pasos cordilleranos y su rol como nudo del intenso intercambio mercantil con las parcialidades indígenas no dominadas del sur, factores que habilitaban el contrabando desde tiempos coloniales; no fue casual, entonces, que en la misma época de inicial organización de la subdelegacía sancarlina la Sala encargara a su titular el registro de los derechos sobre el ganado comercializado y su envío anual al administrador provincial de la aduana (ANH, 1988, p. 25, 28 de mayo de 1821).
En relación con el proceso territorial en el suroriente provincial, la conformación de núcleos poblacionales en torno del camino a Buenos Aires, en Retamo y Barriales, explica que ya durante el proceso revolucionario se hubiera planteado la necesidad de designar sendos jueces menores. De hecho, en 1819 un reglamento dictado para “ordenar” la población del segundo de esos parajes avanzó sobre esa primera espacialización política, evidenciando cómo la miniaturización jurisdiccional estaba acompañada por un esfuerzo de control sobre los vínculos comunitarios, especialmente articulados allí en torno de la acequia principal y sus derivadas (Molina, 2018c, pp. 104-107). La distribución de tierras en esta zona a los militares expedicionarios de comienzos de 1820, a su vez, debió complejizar aún más las relaciones locales, en tanto implicaba la incorporación de una notable cantidad de pequeños y medianos propietarios a una trama relacional por entonces bastante densa (AGPM, carp. 403, doc. 2 y 3, 1 y 16 de noviembre de 1820). Este proceso de territorialización explica la instalación también allí de un subdelegado con funciones judiciales civiles similares a las de su par de Valle de Uco, aunque en este caso sin atribuciones militares. De hecho, el proyecto fundacional de la Villa de San Martín (llamada así por su ilustre vecino, propietario en este sector de la campaña) fue reflotado en los años siguientes, cuando los mismos pobladores requirieron la presencia ordenadora del gobierno para fijar sus lindes, definir sitios para los servicios públicos y segmentar las manzanas (AGPM, carp. 25, doc. 12, 3 de junio de 1823). En este registro, resulta expresivo del esfuerzo por construir el espacio político provincial que dos ámbitos rurales con experiencias territoriales de tan diferente antigüedad y complejidad fueran equiparados institucionalmente con un juez de proximidad equivalente (el subdelegado), el cual pronto sumó otras responsabilidades a las iniciales de administrar justicia.31
Simultáneamente a estas espacializaciones de la campaña mendocina, el sector urbano configurado en la ciudad y los barrios adyacentes también venía experimentando un proceso de miniaturización con vistas a que, una mayor segmentación, garantizara un más eficiente desempeño de la justicia menor y de las responsabilidades de policía, las cuales a ras del suelo se planteaban estrechamente conectadas. Así, los escasos alcaldes de barrio de fines del siglo XVIII (que oscilaron entre tres y nueve, se multiplicaron varias veces. Para 1814, solo en el recinto urbano los “decuriones” (término que designaba el mismo instituto de la alcaldía barrial aplicado a ciudad y campaña indistintamente), llegaban a once, mientras que en el resto de la jurisdicción de “extramuros” sumaban hasta treinta y siete, incluyendo los que se desempeñaban en Valle de Uco al sur, y Barriales y Retamo al este (Acevedo, 1979, pp. 47-48). Y no es un hecho menor que ya durante la gestión sanmartiniana el control y las órdenes de estos jueces comenzaran a desplazarse a la esfera del gobernador intendente (desligándose de la capitular), esto teniendo en cuenta que la Sala reformista de julio de 1824 precisaría la definitiva inclusión de la función de policía y sus agentes dentro de la esfera del ejecutivo, como se marcó.
En este sentido, no hubo en la naciente provincia un intento como el bonaerense de diferenciar efectivamente la administración judicial y el ejercicio policial en el ámbito rural (Fradkin, 2009), pues los subdelegados, comisarios y decuriones tendieron a acumular allí ambas funciones desde el comienzo (Molina, 2015a; Molina, 2018c, pp. 108-110). De hecho, si el Reglamento de Policía 1828 dividió la provincia en departamentos con comisarios a su cabeza, y bajo cuya subordinación, a su vez, quedaron los decuriones,32 estos últimos conformaron el corazón del sistema, asumiendo un cúmulo de tareas vinculadas con la justicia de mínima cuantía y la función de policía (matrícula de población, mantenimiento y apertura de acequias, reparación de puentes, control de vagos) (Ahumada, 1860, pp. 52-60).33 Esta norma organizaba el espacio provincial en una jerarquía institucional que subordinaba al Jefe de Policía residente en la ciudad a toda una red de agentes intermedios (comisarios) y menores (decuriones), con un diseño político-administrativo que se articulaba con lo jurisdiccional no solo en la dimensión de las mínimas causas, sino también en la espacial, por cuanto en el ámbito rural superponía la espacialidad policial y jurisdiccional al recortar los Departamentos sobre las Subdelegacías (Molina, 2018c, p. 127). Una superposición espacial reflejada pronto en el lenguaje34 y que los Reglamentos de Justicia y Estancias de 1834 reforzarían luego, al convertir al subdelegado en el actor clave del gobierno territorial, quien ejercía todavía la justicia (Sanjurjo, 2015) pero también se convirtió en agente directo del ejecutivo (Molina, 2018 a, p. 127).
Sin embargo, la necesidad de repensar la administración de justicia también incluía otras cuestiones conectadas con la conflictividad social y la militarización, heredadas ambas de la Revolución, y amplificadas, a su vez, por la movilización para resistir las invasiones de Francisco del Corro y José Miguel Carrera en 1820 y 1821 (Bragoni, 2008, pp. 108-115). Respecto de lo primero, si bien la historiografía local, apegándose en su interpretación a los reclamos expresados por los contemporáneos, remarcó el crecimiento de la criminalidad (Acevedo, 1979, pp. 69-78; Bragoni. 2008, p. 112-113), estudios recientes han insistido en al menos tres aspectos que relativizan esas consideraciones. Por un lado, se ha mostrado cómo los pedidos de endurecimiento de castigos y agilización de los procedimientos judiciales se vincularon con coyunturas específicas (como la de 1820-21, pero también con la del reinicio de los enfrentamientos interregionales en 1827-1828).35 Por otro, que resulta importante relacionar el aumento neto de los delitos con el aumento demográfico (evidenciándose, de hecho, estabilidad en el porcentaje proporcional respecto del periodo anterior).36 Finalmente, que es necesario sopesar en esos argumentos punitivistas el esfuerzo de la élite por restablecer el control social, apuntando como blanco de disciplinamiento a la población de varones jóvenes, solteros y forasteros (Molina, 2013, p. 45).
Pero la amplia militarización no solo generaba problemas con los oficiales, cabos y sargentos a la hora de que jueces ordinarios, comisarios y decuriones intentaran apresar y mantener en prisión a los reos, o porque su propio fuero derivaba luego sus casos a una justicia militar especial. El ámbito de sociabilidad mismo creado dentro de regimientos y cuarteles también interpelaba a la justicia a través de conspiraciones proyectadas o imaginadas que demostraban hasta qué punto ella se hallaba en el centro de la legitimidad del nuevo orden, y cómo los cuerpos cívicos habilitaban formas de participación política efectiva a muy diversos actores sociales (Molina, 2014b). Así, por ejemplo, fue en ese ámbito donde surgió un reclamo elevado a la Sala ante la ley de elecciones de fines de 1823 que impedía votar a los oficiales menores de 25 años no emancipados (Actas, 1988, p. 146, 9 de diciembre de 1823), y que ante la negativa pareció derivar en un complot descubierto a comienzos de 1824 (AGPM, judicial criminal, carp. 1-B, doc. 22, 6 de febrero de 1824). De hecho, otros expedientes sustanciados por delitos políticos durante el resto de 1824 y en 1825 no hacen más que confirmar los efectos políticos de la militarización, aunque también evidencian cómo las relaciones con las otras dos provincias cuyanas no se limitaban a la firma de pactos, sino que implicaba una intensa vinculación que atravesaba el orden institucional ensayado por cada una de ellas.
3- Los lazos cuyanos entre pactos y experiencias compartidas
Los estudios realizados por Bragoni (2005, 2008) sobre la desarticulación de la “unidad eficiente” sanmartiniana en la crítica coyuntura cuyana de 1820-1821 han permitido visibilizar cómo los vínculos locales, regionales e interregionales de personajes como Corro, y sobre todo como Carrera, se conjugaron en la implosión de la gobernación intendencia. Esto sin dejar de atender a la trama que los conectaba con la situación política chilena ni a la efervescencia creada en la frontera meridional mendocina debido al movimiento de las parcialidades indígenas no dominadas. En ese contexto, y simultáneamente con los sucesos del área bonaerense que culminarían con la “anarquía” del ’20 y la firma de los tratados del Pilar, Benegas y Cuadrilátero que debían fortalecer los lazos entre las ciudades del Litoral y Buenos Aires, contrapesando la construcción de hegemonía pretendida inicialmente por el gobernador de Córdoba,37 las cuyanas experimentaron una situación de crisis institucional e incertidumbre militar similar.38 No obstante, esta respondía tanto a lógicas y rivalidades intra regionales, como a esos vínculos amplios, diversos y complejos que lograron tramar esos dos citados personajes que pusieron en vilo a las ciudades del oeste argentino al comienzo de la década. Y como las ciudades orientales, a su turno éstas intentaron también pactar alianzas, apuntando a reconocer los derechos de cada una a organizar su propio orden político sin dejar de atender a las relaciones mutuas, forjadas y reproducidas por seculares interacciones sociales, comerciales e institucionales.
En efecto, ya en marzo de 1820 los pactos firmados por Mendoza con San Juan y San Luis, respectivamente, reconocieron la “fraternidad” entre sus pueblos, el auxilio entre sí en casos de urgencia, la vocación de participar en un Congreso General (en vista del cual esos pactos mantenían un carácter provisorio), pero también la situación de “independencia que se ha declarado” (Seghesso de López Aragón, 1994, pp. 291-292). Como resultado de la Convención compuesta por representantes de las tres, al año siguiente se dictó el “Reglamento Provisional de Gobierno para los Pueblos de Cuyo”, apoyado en la referencia normativa de la Constitución de 1819 y el Reglamento de 1817 como fuente supletoria. Sin embargo, aquel no entró nunca en vigencia pues Mendoza opuso reparos vinculados a la viabilidad económica de esa institucionalización de la instancia regional de unión interprovincial (Seghesso de López Aragón, 1994, p. 296). Un esfuerzo inmediatamente posterior, el Tratado de San Miguel de Las Lagunas en agosto de 1822, insistió en los mismos objetivos y una vez más fracasó, esta vez porque San Juan no otorgó su ratificación. Años más tarde, incluso, en el contexto de crisis del gobierno nacional ante la renuncia del presidente Rivadavia y la inminente caída del Congreso, volvieron a reunirse los delegados provinciales a los fines de intentar un nuevo acuerdo. El Tratado de Guanacache, de abril de 1827, ratificado con una mínima modificación por la Sala mendocina, acordó la conservación de las relaciones amistosas entre las tres provincias y el pleno goce de sus “derechos y libertades” hasta la sanción de una constitución general, remarcando con ello su carácter provisional (Registro Ministerial, número 51, 15 de junio de 1827).
De todos modos, la intensidad de los lazos que las unían, más allá de la vigencia de los pactos, impactaba en la política interna de cada una de ellas, estimulada por los desplazamientos de población motivados por razones mercantiles, socioproductivas y político-militares. En este sentido, una crisis institucional en una casi necesariamente se proyectaba sobre las otras, generando acciones de colaboración o conspiración, según el caso. Así, si ya en 1822 los intentos de subvertir la situación puntana planificada por prisioneros de la lucha contra Carrera cautivos en Mendoza, generaron una tensa situación entre los gobernadores de esta última y San Luis,39 la situación se invirtió en 1825, cuando la sospecha de un complot contra el ejecutivo mendocino pareció involucrar a prisioneros españoles recluidos al este del Desaguadero, los cuales apoyarían una red de opositores locales que, incluso, proyectaban apelar a la intervención de Facundo Quiroga para el éxito de su empresa (Molina, 2014b, pp. 272-273). Por otro lado, en ese mismo año, la ya referida caída del gobernador del Carril en San Juan como coletazo del rechazo a la “Carta de Mayo”, también provocó problemas a la dirigencia mendocina, por cuanto si bien entendía que asumir una intervención en aquella implicaría ingentes gastos al erario, también tenía claro que el desorden en su vecina del norte podía extenderse hasta Mendoza. Eso explica que, finalmente, la Sala autorizara la actuación del ejecutivo en los asuntos sanjuaninos “con el objeto solamente de conservar la tranquilidad de ambos territorios” (ANH, 1988, p. 247, 19 de agosto de 1825). Sin embargo, en este último caso las posibilidades del caído gobernador de jugar la carta de la intimación del gobierno nacional para respaldar la legitimidad de la intervención y obtener financiamiento para ella, o la movilización de vínculos riojanos que apelaba a la amistad de Del Carril con Quiroga, complejizó la situación regional, más aún cuando el flamante y rebelde gobierno sanjuanino buscó el apoyo de Bustos en Córdoba (Hudson, 2008, tomo II, pp. 83-100; Varese y Arias, 1966, pp. 156-158).
En un contexto interregional caldeado por estas múltiples alianzas, la referida disolución del gobierno nacional y la fallida Convención de Santa Fe no hizo más que reactivar los vínculos interprovinciales, los lazos personales y las rivalidades regionales ya existentes, articulados de modo diverso tras los proyectos políticos unitarios y federales.40 En tal sentido, se trataba de relaciones que tenían que ver no solo con diversas ideas sobre cómo organizar el Estado y la resolución en él de la tensión nación-provincias, sino también sobre cómo aquel podría absorber y atender a esas dinámicas heredadas de la década revolucionaria, resignificadas y alimentadas, a su vez, por las propias experiencias políticas provinciales del primer lustro de la década de 1820.
Consideraciones finales
El trabajo ha intentado abordar la serie de cuestiones a las que debió atender la dirigencia mendocina luego de la disolución del orden nacional e intendencial cuyano en 1820, cuestiones que implicaban la construcción de un nuevo espacio político provincial, aunque no desde cero, sino asumiendo las herencias que la Revolución y sus coletazos le dejaron. Si estos últimos incluían tanto el “problema Corro” como el “dilema Carrera” estudiados por Bragoni, las primeras tenían que ver con potenciar unas prácticas electorales ya ensayadas en años anteriores, a través de las cuales podía materializarse el principio de soberanía popular que estaba en la base de la novel legitimidad. No obstante, la amplitud territorial y la modalidad que se les daría se convirtió en uno de los tantos tópicos del debate, precisamente en un momento en el que la esfera pública se complejizaba al ritmo de instituciones, ámbitos y recursos que tenían como función, precisamente, estimular una mentada discusión racional. Y fue en los embates en los que se disputaron los alcances que ese nuevo orden provincial tendría, en los que mientras la Sala fue ganando capacidad representativa, el Cabildo resultó progresivamente despojado material y simbólicamente de sus atribuciones, hasta que una resolución legislativa lo eliminó del organigrama gubernamental confirmando la distribución ya realizada de sus funciones entre el ejecutivo y un muy incipiente régimen judicial.
Sin embargo, no se trataba solo de construir un orden institucional en la sede decisional de la provincia, sino de extender una red gubernamental sobre los territorios reivindicados por la jurisdicción mendocina, integrándolos efectivamente en un espacio político nuevo. Y aquí una vez más, el peso de la experiencia revolucionaria pareció resultar clave a la hora de poner en acción formas de espacialización que tuvieran en cuenta tanto los intensos procesos de territorialización previos en torno de la frontera sur (San Carlos) y los más recientes núcleos poblacionales del sudeste cercano (Barriales), como las necesidades de un erario para el cual la crianza y comercialización de ganado comenzó a tener un rol clave como fuente de ingresos. No resulta casual, entonces, que la justicia, su proximidad a los vínculos comunitarios y su articulación/acumulación con crecientes responsabilidades de policía estuviera en el blanco normativo, en cuanto la vigencia de un paradigma jurisdiccional solo hacía pensable convertir una extensión en espacio político equipándola con jueces. El Reglamento de Policía de 1828 vino a fijar y complejizar esa espacialización provincial, disponiendo la división en departamentos y cuarteles equivalentes en toda la provincia y reconociendo normativamente a ras del suelo, en el rol de los decuriones, esa estrecha relación de funciones de justicia y policía en la experiencia cotidiana; de hecho, si bien en principio deslindaba en los estratos intermedios unas de otras, a cargo de subdelegados y comisarios respectivamente, en la práctica contribuyó a confundirlas por cuanto superpuso en el ámbito rural más alejado, departamentos y subdelegacías.
Y hay que agregar que toda esta agenda púbica tenía que contar no sólo con las dinámicas políticas intra provinciales, cuyo ritmo estuvo marcado por las discusiones en torno de los alcances y las formas que debía tener el nuevo orden representativo local, sino también con las lógicas regionales e interregionales que impusieron coyunturas y ritmos a la acción de la élite dirigente mendocina. En este sentido, si los reposicionamientos de ciertos actores en el marco de esos contextos jugaron la carta de colaboración o complot de los vecinos cuyanos, también demostraron estrategias de movilización de vínculos más lejanos, en los llanos riojanos, Córdoba o Buenos Aires.
En definitiva, en Mendoza, como en sus congéneres surgidas de la desintegración del gobierno nacional en 1820, se enfrentó un haz variopinto de problemas apelando a similares recursos normativos (Reglamento de 1817, Constitución de 1819) y modelos institucionales vigentes, dentro de los cuales las reformas emprendidas por el ministro Rivadavia pudieron conformar una referencia relevante (que garantizaba su “efecto demostración” a través de la circulación de letrados, políticos y textos), pero que fungía solo como tal, en cuanto la propia dinámica local terminó por imponer las específicas condiciones, proyecciones y posibilidades de acción y ejecución de una agenda de gobierno.
Fuentes inéditas
Archivo General de la Provincia de Mendoza, Sección Independiente, carpetas 25, 403, 748A, 749, 753 y Judicial Criminal carpeta 1-B.
Publicaciones periódicas
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Notas
Recepción: 18 Marzo 2021
Aprobación: 10 Abril 2021
Publicación: 01 Julio 2021