ARTICULOS / ARTICLES
Centro
de Historia Argentina y Americana
Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación
Universidad
Nacional de La Plata-CONICET, Argentina
susanaeaguirre@hotmail.com
Centro de Historia
Argentina y Americana
Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación
Universidad
Nacional de La Plata-CONICET, Argentina
candeladeluca@yahoo.com.ar
Resumen:
Este
trabajo se ocupa de examinar el accionar de los agentes sociales
indígenas atrapados
en el entramado judicial, ya sea en calidad de damnificados o
sospechados de un delito, en la campaña y a ciudad de Buenos
Aires hacia fines del período colonial. El objetivo es indagar
en la configuración y resolución de los conflictos que
involucren a indígenas, observando tanto su posicionamiento
como el de los agentes judiciales, eclesiásticos o
particulares con cierto poder en el ámbito local que se
encuentren involucrados en estas causas. Este análisis nos facilitará la entrada al entretejido social de la época,
proporcionándonos claves para comprenderlo, a la vez que
develará una diversidad de voces y miradas implicadas en el proceso de
configuración y judicialización de los delitos.
Palabras clave: Indígenas, Justicia, Buenos Aires, Siglo XVIII
Abstract:
This
paper is concerned to examine the actions of Indian social network
caught in the court, either as victims or suspected of a crime, in
the campaign and Buenos Aires city in the late colonial period. The
aim is to investigate the configuration and the settlement of
disputes that involve indigenous, noting both its positioning as the
judicial officers, clergy or individuals with certain power at the
local level who are involved in these cases. This analysis facilitate
the entry into to social interweaving of that time, providing keys to
understand it, unveiling a diversity of voices and looks involved in
the process of setting and prosecution of crimes.
Key words: Indigenous, Justice, Buenos Aires, 18th Century
Este trabajo forma parte de un proyecto más amplio que analiza la temática del poder y la violencia, -entendida en sus aspectos simbólicos y materiales-, focalizándose en las prácticas de diferentes sujetos sociales en el accionar de las instituciones judiciales y sus representantes locales (Infesta, 2010). En este marco, centraremos nuestra mirada en los agentes sociales indígenas atrapados en el entramado judicial a fines del período colonial, ya sea en calidad de damnificados o sospechados de un delito. Analizar cómo se configura el conflicto, cómo se lo resuelve, cómo se posicionan los funcionarios estatales, qué características tenían cada uno de los actores involucrados, nos facilitará la entrada al entretejido social de la época, proporcionándonos claves para comprenderlo.
En las últimas décadas la formación del Estado en el Río de la Plata ha convocado la atención de los investigadores dando lugar a distintas perspectivas. Entre quienes reconocen su raíz en el período colonial –lineamiento al que adherimos-, (como Fradkin, 2007; Barral, 2007; Garavaglia & Gelman, 1995; Garavaglia, 2007), advierten que se trató de un proceso no lineal y además complejo enmarcado en una permanente negociación entre las prácticas cotidianas de las personas y las ambiciones de los distintos grupos sociales.1 En este sentido, coincidimos con Garavaglia quien define al Estado2 como “un entramado de relaciones de dominación”, la configuración de un “poder separado” de la colectividad humana, que se sostiene sobre una institución particular, la burocracia, a la que considera como “una forma de estructuración social que tiende a ritualizar conductas y comportamientos de acuerdo a ciertos códigos compartidos y que, a la vez, exige de la sociedad una adecuación creciente a esos códigos” (Garavaglia, 2003:136 -137). Este tipo de estructura no necesariamente adquiere la forma de un “aparato” organizado, sino que obtiene una fuerte presencia en una sociedad determinada bajo múltiples formas.
Barral y Fradkin identifican, para el mundo rural, tres tipos de estructuras de poder institucional, a saber: la judicial – policial, la militar- miliciana y la eclesiástica. Esta última, si bien se encontraba por fuera de la organización estatal, tenía escasa autonomía a la vez que funcionó como un sustento para el despliegue del Estado (Barral & Fradkin, 2005), ya sea desde la labor de los prelados en calidad de agentes efectivos de la justicia o como promotores de lineamientos disciplinadores y moralizantes. A este respecto, para el período que abordamos Darío Barriera reflexiona que
“los términos en que se expresa la política en la monarquía hispánica hasta finales del siglo XVIII son católicos y que desde ese universo cultural se organizó la vida en policía en estos territorios. Pero también, que esa cultura católica no era privativa de los grupos dominantes, sino que atravesaba la concepción del mundo (y, en consecuencia, las pautas de acción) de todos y cada uno de los agentes involucrados en el juego” (Barriera, 2009).
Para observar el devenir de este proceso durante la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros años del XIX, centraremos nuestra mirada en un espacio particular: la ciudad y la campaña bonaerense. Para Tau Anzoátegui los espacios locales revisten singular importancia porque permiten observar a escala micro los cambios y las influencias de las nuevas propensiones, sacando a la luz las peculiaridades locales que quedaron rezagados en las investigaciones que priorizaban su mirada en la moderna “unificación jurídica y centralización política”. A la luz de recientes aportes, el espacio local cobra protagonismo visualizándoselo como un “espacio natural, donde confluyen normas, costumbres y prácticas, que constituyen ricas y variadas experiencias de la cultura jurídica –letrada o rústica- propias del lugar” (Tau Anzoátegui & Duve, 2013: 17).
El período al que nos circunscribimos se signa por un proceso que definirá la fisonomía de la campaña bonaerense: el incremento de las actividades ganaderas y agrícolas junto con el corrimiento de la frontera realizado a costa de la incorporación de parte de las tierras ocupadas por las poblaciones indígenas de la pampa. El control de los territorios y los recursos fueron cuestiones claves en la competencia suscitada entre los grupos indígenas locales y los representantes de la sociedad colonial estatal, situación que tuvo sus inicios a partir de la merma del ganado cimarrón en las primeras décadas del siglo XVIII. No obstante, hacia 1780 se inició un período de relativa calma en la frontera, en parte debido a la fundación de una serie de fuertes y fortines y también por la firma de tratativas pacíficas entre autoridades estatales y algunos caciques indígenas. Para entonces, y en el marco de un proceso complejo iniciado a partir de la conquista europea, ambas sociedades habían establecido “formas de relacionarse –en el conflicto o en la armonía- que se pueden definir como complementarias” (Nacuzzi, Lucaiolli & Nesis, 2008: 64). Junto a la expansión de la frontera y el consecuente aumento demográfico en la campaña, se observa cada vez más la importancia de los nuevos pueblos, que con el correr del tiempo se verán convertidos en “sedes del poder institucional en el mundo rural y en el escenario de construcción de una nueva ciudadanía” (Gelman, 2000; Garavaglia, 2003; Barral & Fradkin, 2005 citado por Infesta, 2010). Las antiguas instituciones se constituyeron en una matriz que permitió el fortalecimiento del estado independiente en cuyo contexto ciertos vecinos que gozaban de prestigio en la comunidad ejercieron el gobierno local, aunque no siempre se tratase de funcionarios letrados.
Las fuentes judiciales del período permiten identificar e indagar en el proceder de los agentes indígenas y analizar sus prácticas en interacción con otros actores en el ámbito de la ciudad y la campaña de Buenos Aires. Tales prácticas se enmarcan en el proceso político, socioeconómico y cultural de la época, en el que muchas veces la vida social se regulaba no a través de las disposiciones legales, sino por normas aceptadas y establecidas a partir de prácticas consuetudinarias (Fradkin, 2009). Se observa un mundo regido por diversas racionalidades, en la que los individuos disponían de múltiples asideros y posibilidades de elección. En este sentido, y sin olvidar los constreñimientos que estas estructuras operaron sobre la sociedad, nos interesa conocer también la acción de los sujetos actuando en sus intersticios. Nos imponemos el desafío de contextualizar lo acontecido articulando los fenómenos sociales con las estructuras, explorando los diversos matices que adquirieron las prácticas judiciales a la sombra de los procesos que conllevaron a la organización del territorio pampeano. En este sentido, en las causas judiciales muchas veces es posible reconocer las “etiquetas descriptivas”3 asignadas a los indígenas, las formas mediante las cuales los sectores hegemónicos ejercieron el poder y la violencia –material o simbólica- sobre los sectores subalternos, así como los mecanismos usados por los representantes indígenas para desenvolverse en el entramado de la sociedad colonial.
Las fuentes judiciales presentan la particularidad de involucrar, a partir de una situación conflictiva, a distintos actores sociales. En nuestro caso reparamos sólo en causas que involucraron a indígenas sospechados o afectados por acciones llevadas a cabo por personas pertenecientes al mismo grupo subalterno, o por el contrario, al grupo dominante. En esta última situación nos hemos encontrado frente a agentes judiciales, eclesiásticos o particulares con cierto poder en el ámbito local.
En nuestro recorrido hemos tomado ciertos recaudos metodológicos: en principio, reparamos en los intereses que estaban en juego en los juicios analizados. En este sentido recordamos que “los testigos eran aportados por cada litigante y, por lo tanto, respondían a favor de quien los convocara y, fundamentalmente, que existían cuestionarios previos que condicionaban las respuestas de los interrogados” (Lorandi & Del Río, 1992: 54). No obstante, las fuentes seleccionadas resumen una diversidad de voces y miradas implicadas de una manera u otra en el proceso de configuración y judicialización de los delitos.
La mayoría de los indígenas que quedaban inmersos en las redes de la justicia no eran originarios de la región pampeana, sino que se trataba de individuos migrantes provenientes del interior del Virreinato. Los registros judiciales, así como los empadronamientos operados en el período nos informan de esa realidad. A pesar de lo expuesto, debemos señalar que las fuentes que hemos consultado sacan a la luz que había indios del área local, ya sea viviendo asentados hacia el interior de la frontera o trabajando como peones en la campaña o en la ciudad, aunque su número era escaso, dato que queda reflejado también en el empadronamiento de 1778. En este contexto, el uso de la categoría indio amerita una reflexión: se trata de un concepto hegemónico con el que fueron rotulados y englobados todos esos sujetos por igual, construido en el marco de una relación colonial, como un colectivo que coadyuvó a desdibujar la naturaleza étnica y cultural de cada grupo originario (Farberman, 2005). Esta homologación conceptual devino en la conformación de una categoría jurídica homogeneizante –indio- que reforzaba la posición y valorización del mundo conceptual de los colonizadores clasificando a los indígenas con categorías culturales como “salvajes” o “idólatras”. Al mismo tiempo, el concepto contribuía en la destrucción de los nexos entre los diferentes grupos étnicos, a la vez que diluía las referencias a los espacios geográficos que tradicionalmente ocupaban (Clavero, 1994), identificándolos desde una perspectiva fiscal como “tributarios”, “libres” o “forasteros” (Farberman, 2005).
Para el caso, ya fueran del área local o no, nos encontramos frente a sujetos sociales que protagonizaron un proceso de tránsito entre “un mundo propio y un mundo ajeno”, o quizá en esa profunda metamorfosis culminaran perteneciendo “a varios mundos en una sola vida” (Gruzinski, 2000: 334). Reconocer los modos de vida de estos sujetos, sus experiencias enmarcadas en el fenómeno del mestizaje –entendido en sentido amplio y alejado de lo biológico- (De Jong & Rodríguez, 2005: 5), las estrategias que pusieron en juego en el contexto de la sociedad colonial, abren una ventana desde donde es posible vislumbrar la incorporación de otras lógicas y de otros valores alejados de aquellos que articulaban el microcosmos comunitario, proceso mediante el cual devinieron frecuentemente en peones asalariados. En la misma dirección, nos interesa comprender el modo en que los representantes de los grupos indígenas locales o extra-pampeanos contribuyeron a moldear la sociedad de frontera en el período tardo colonial.
¿Cómo eran la campaña y la ciudad de Buenos Aires en el período abordado? ¿Qué características distintivas tenía la sociedad que en ella se forjaba a la luz de las transformaciones económicas y políticas? Si recurrimos a la mirada de algunos viajeros, poco familiarizados con el paisaje natural y social de la campaña bonaerense, observamos que desde esa perspectiva el ámbito rural se configuraba como un territorio extenso y llano, donde la “vista es terminada por un horizonte como el del mar”, lugar donde escaseaban los repositorios de agua dulce y los arboles para la madera. El territorio de “las Pampas” que describe Francisco de Aguirre en su paso por la región, cuyos límites se extendían según sus palabras desde el mar hasta la Cordillera de los Andes, no era uniforme ya que “á excepción de uno ú otro parage, hacia la sierra en que no falta agua, leña y conveniencias para labrar la tierra, es inhabitable esta Pampa que á primera vista parece proporcionar tanta utilidad” (Aguirre, 1947: 235).4 En las últimas décadas, y a la luz de nuevas contribuciones, la imagen gestada tradicionalmente sobre ese contexto social fue transformándose. Si bien inicialmente se la concebía como una sociedad con escaso peso demográfico, dinámica simple y poco variada, ahora se nos presenta -para fines del período- con características diferentes y opuestas (Banzato & Lanteri, 2007: 437-438).
Por contraste, la ciudad de Buenos Aires presentaba otra apariencia, los cambios producidos, entre otras cuestiones por su elevación al rango de capital virreinal, eran más notorios.5 Evidenciaba un gran crecimiento poblacional y no deja de llamar la atención la afluencia de extranjeros, especialmente varones, que se incorporaban incesantemente al contexto de la ciudad. En ese marco, el ejercicio del control a nivel micro se encontraba en manos de los Alcaldes de Barrio, quienes eran los encargados de vigilar a los moradores en el cumplimiento de normas y costumbres para el mantenimiento del orden, ejerciendo una celosa observancia de los hábitos cotidianos.6
Una ciudad colonial como Buenos Aires se hallaba profundamente articulada al entorno rural:
“estaba atravesada por el campo –animales que deambulaban por las calles, huertos y chacras, arrieros y cargueros- de modo que no siempre era posible saber dónde comenzaba y dónde terminaba el espacio urbanizado; las costumbres de todos los sectores urbanos se encontraban marcadas por ese trato constante con el mundo rural” (Areces, 2000: 179).
A lo largo del siglo XVIII dos empadronamientos realizados en la ciudad y la campaña, permiten conocer el crecimiento poblacional producido, así como la preferencia de la gente por el ámbito urbano a la hora de decidir dónde asentarse.7
La política estatal relacionada con la expansión de la frontera sur bonaerense, bajo la administración del Virrey Vértiz, creó condiciones para incentivar la producción ganadera y agrícola extensiva en la campaña y reforzar su poblamiento. En esta etapa, a las tierras primeramente pobladas, que correspondían a los partidos del norte de Buenos Aires, se sumaron las que se extendían hasta el río Salado (Banzato & Lanteri, 2007: 435-458). Ese territorio en expansión abría posibilidades, incluso para la ocupación precaria y sin títulos de las tierras baldías. Los historiadores, como buenos artesanos del pasado, han sacado a la luz la presencia y la importancia de pequeños y medianos productores, ya fueran propietarios o no de las tierras, junto a otros poseedores de extensiones de mayor consideración. De tal forma, se contradice la idea tradicional de una economía basada en la ganadería y en manos de grandes terratenientes (Fradkin, 1999; Gelman, 1997; Garavaglia, 1999).
La ocupación del territorio se fue operando en distintas etapas, donde la acción oficial se conjugó con un poblamiento emanado de la propia decisión de las personas de instalarse en el área rural, ya fuera circunstancial o permanentemente. En la época en que centramos nuestro análisis, la campaña de Buenos Aires ofrecía variadas oportunidades. En principio abría la posibilidad de acceder precariamente al usufructo de tierras, como mencionamos, pero también la ocasión de conseguir trabajo. Ciertas demandas laborales de carácter estacional se producían en la región relacionada con la agricultura, puntualmente con la cosecha, o en trabajos vinculados con la ganadería, como la yerra de los animales. Mayo destaca en su estudio sobre la estancia colonial, que esas noticias con seguridad se transmitían de boca en boca entre los eventuales peones en otras áreas, como también el dato de que allí se pagaban mejores salarios que en el interior (Mayo, 1995). Esas dos razones, a las que seguramente se sumaron otras motivaciones, sirven para explicar la afluencia de migrantes, en nuestro caso indios, muchos de ellos golondrinas, venidos de otros puntos del virreinato hacia Buenos Aires. No podemos determinar si incidieron o no, en este proceso complejo de las migraciones las reformas tributarias borbónicas encaminadas a incrementar la recaudación para la corona que afectaron tanto a indígenas originarios como forasteros.8
La población de la campaña presentaba características heterogéneas denotando una gran movilidad entre los distintos pagos, fortines y pueblos situados a lo largo de los cursos de agua, pero también por fuera de ella –campaña-ciudad-otras áreas. El fenómeno migratorio afectaba a personas étnica y culturalmente diferentes, de ambos géneros, aunque prevalecían los hombres solos. A la sombra de este proceso de crecimiento demográfico, “se fue conformando un sector de población flotante que las autoridades calificaban de vagabundos” (Fradkin, 2000: 258) contra quienes cayó sin miramientos el peso represivo de la justicia. Para esta época Buenos Aires y su zona de influencia se había configurado como un importante mercado regional.9 La fisonomía que presentaban las comunidades indígenas del área pampeana fue descripta por Aguirre quien realiza una clasificación de los pobladores originarios tipificándolos según su hábitat como, “indios de llano e indios de sierra”, y no escatima a la hora de señalar, lo que desde su perspectiva constituyen excesos, como ser “nómades, holgazanes y propensos a quedarse con lo ajeno”.10 Se trata de una mirada prejuiciosa que no dimensiona el grado de planificación y previsión que las distintas actividades tuvieron en la dinámica social de los pueblos nómades,11 aunque es cierto que los representantes de las comunidades pampeanas no tuvieron una inserción masiva en el sistema socioeconómico colonial porteño, tal como aconteció en otros ámbitos donde los europeos encontraron pueblos agrícolas sedentarios. Eso constituyó una realidad decepcionante para quienes en esta zona aspiraban a contarlos como trabajadores disciplinados.
En 1780 Vértiz dictó un bando obligando a todo poblador rural “con pocos bienes y que no pudieran demostrar la adquisición de las tierras sobre la cual se habían establecido” a mudarse a donde estaban localizados los fuertes fronterizos, a los que se sumaron más tarde extranjeros (Banzato & Lanteri, 2007: 439). Vemos que la estrategia política tendía a reforzar los nuevos emplazamientos como una cuestión clave. Aguirre señala que “la golosina de nuestra frontera ha traido hácia el norte el mayor número de indios” (Aguirre, 1947: 245),12 en franca alusión al comportamiento de las comunidades locales. Esa apreciación cobra mayor sentido si reparamos en la incorporación de nuevos productos para su consumo por parte de los grupos originarios a partir de la conquista europea, entre ellos ganado vacuno y caballar así como otros bienes, contexto en el cual se gestaron y reforzaron redes de intercambio que articularon el mundo indígena y el mundo colonial, estableciéndose una complementariedad (Nacuzzi, Lucaioli & Nesis, 2008).
Al constituirse el Virreinato del Río de la Plata fue necesario crear un nuevo corpus legal, ya que “Buenos Aires se encontraba carente de disposiciones de los territorios incorporados a su jurisdicción” (Mariluz Urquijo en Crespi & Alonso, 1999: 137). Eso se debe a que, según el sistema español, las leyes sólo se enviaban a los lugares donde debían cumplirse, motivo por el cual hasta ese momento en todo el espacio que pasó a conformar la nueva organización política se habían valido de disposiciones derivadas desde Lima. No obstante, más allá de la validez las normas escritas, se resalta que la costumbre tuvo en América un valor fundamental, siendo especialmente preponderante durante los siglos XVI y XVII, y en el caso de Buenos Aires, inclusive el XVIII.
En este último siglo, la ciudad y su zona de influencia se transforma de manera intensa y veloz, al punto de ser jerarquizada como cabecera de un nuevo Virreinato. Como ya mencionamos, la consecuente expansión sobre el territorio ocupado por comunidades indígenas, abrió un período de hostilidades y competencia por los recursos entre ambas sociedades, extendiéndose hasta aproximadamente la década de 1780 (Fradkin, 2009). En ese contexto, las nacientes poblaciones se constituirán como sedes del poder institucional en el ámbito rural jugando a posteriori un rol importante en la formación del nuevo Estado provincial hacia 1820, caracterizado por su creciente ramificación territorial y centralización de los mecanismos de poder y de coacción.
El proceso de poblamiento de la campaña bonaerense debe contemplarse atendiendo a las diferentes peculiaridades, teniendo en cuenta las características particulares que presentaban las distintas jurisdicciones en relación al espacio y a la población. En estas diversas modalidades influyeron las orientaciones productivas características de cada zona y la antigüedad de los asentamientos, representadas en un conjunto de prácticas asentadas en la costumbre, que conformaban verdaderas instituciones sociales sobre las cuales se asentaron las estrategias tanto del Estado como las de los sujetos integrados bajo su órbita. Es importante subrayar que el mundo rural no era anómico, sino que en él operaban un conjunto de pautas sociales que habían sido asentadas sobre el ordenamiento jurídico hispano – colonial, sobre el que se desarrollaron una serie de prácticas que adquirieron el status de normas consuetudinarias.
En el período en el que nos focalizamos y hasta la reforma administrativa de 1782, el ejercicio de las atribuciones judiciales era llevado a cabo de manera dispersa por funcionarios que no necesariamente eran magistrados especializados. En el caso tanto de la ciudad como de la campaña bonaerense, las figuras preponderantes a las que se acudía para la resolución de pleitos civiles y penales en primera instancia eran los Jueces Capitulares. En todos los casos se trataba no de letrados, sino de vecinos que recibían sus nombramientos de parte del Cabildo. En la ciudad, estos Jueces eran los Alcaldes de Primer y Segundo Voto, quienes entendían en el ámbito Civil y Criminal, ocupándose de la administración de la Justicia dentro de los límites de la ciudad en asuntos que no comprometieran a los Tribunales Especiales.13 En la campaña, los Alcaldes de la Santa Hermandad se ocupaban de resolver disputas civiles y delitos menores de poco monto económico. En el caso de aquellas contravenciones –civiles o criminales-, que implicaran sumas considerables de dinero, los Alcaldes intervenían como sumariantes que remitían las causas a jueces de mayor jerarquía. En ocasiones, en lugares donde se los requería, actuaban como escribanos públicos.
Sería erróneo considerar que el desarrollo institucional impulsado por el Estado se realizó siguiendo una lógica externa al devenir social: por el contrario, para comprender este desarrollo debe adoptarse una postura que de cuenta de las dinámicas que caracterizaron dichas transformaciones en el ámbito rural, teniendo en cuenta qué elementos fueron constitutivos para este proceso, como así también aquellos que lo constriñeron y limitaron (Fradkin, 2007). En este sentido, la categoría de “vecino” trazó una importante división entre los habitantes, fueran estos permanentes o migrantes golondrinas, ya que, tanto desde lo institucional como desde las condiciones mismas de su existencia, los vecinos, al par de sus obligaciones, gozaban de una serie de derechos y beneficios.14 Quienes no lo eran y muy particularmente los migrantes “sólo podían esperar del Estado la represión si no podían acceder a integrarse en una malla social local” (Fradkin, 2009). Tal y como se expresa en la disposición promulgada el 27 de abril de 1787, mediante la cual los Alcaldes de Barrio en la ciudad llevaban un registro de los vecinos de su localidad, no pudiendo los mismos mudarse sin previo aviso al funcionario. De igual modo quienes tuvieran casas o cuartos de alquiler debían informar de dichas mudanzas. Asimismo debían dar cuenta sobre la presencia de forasteros “sea de la clase o condición que fuere”, dejando en claro quiénes eran, de qué lugares procedían y adonde se dirigían (AGN, IX, 8-10-5).
En 1791 el Procurador Síndico General de la capital se dirige al Virrey informándole de la existencia de “pobres pordioseros”, “forasteros” y otras personas bajadas del interior que no trabajan, los cuales son “la pollilla de los pueblos”. En ese sentido solicita que por bando se “destruya la ociosidad” puesto que solamente viven de la mendicidad. Espera que de esa forma se impida que bajen desde otras provincias del Virreinato a la ciudad de Buenos Aires para que “cada una cuide de la subsistencia y destino de sus pobres (…)” (AGN, IX, 37-1-6).
En la ciudad el vecino tenía obligación de servir en la milicia, y solamente en situaciones excepcionales se convocaba a forasteros. En el ámbito rural sus habitantes adquieren esa obligación sin diferenciaciones previas, servicio que los posicionó, en su pago, para ser denominados vecinos (Néspolo, 2006). La práctica de la costumbre aflora en este ejemplo donde vemos que la vecindad “no procede sólo de la ley, sino de un común acuerdo sobre lo que significa la existencia de una comunidad política y sobre lo que suponía pertenecer a ella” (Néspolo, 2006: 21).15 La costumbre aparece en las fuentes como un conjunto de “prácticas rutinizadas, institucionalizadas socialmente, que permiten registrar argumentos y conductas reiteradas y una apelación compartida por los diversos actores” (Fradkin, 2009). Esos acuerdos estaban signados y guiados por un ideario cristiano.
El análisis de los expedientes en los que basamos nuestra investigación, al que nos abocaremos a continuación, nos proporcionará una clave interpretativa para entender la situación particular de los sujetos indígenas involucrados en la trama judicial. Nos interesa observar y distinguir a los distintos actores en interacción, reconociendo los conflictos, sus motivaciones e implicancias, los intereses en juego así como la manera en que se resolvieron, dejando al descubierto el accionar de la justicia. Veamos puntualmente cada uno de los casos.
Ana Ledesma –india, natural del Partido de San Pedro- presenta una queja ante el Oidor y Fiscal Protector de los Naturales desnudando el accionar del Alcalde del partido, Juan Chacón. En 1801, un año antes de recurrir a la justicia, habiendo enfermado y fallecido a causa de viruelas su hijo y su nuera, la india quedó a cargo del cuidado de sus tres nietos así como de su herencia integrada por un escaso número de vacas y caballos que se sumaban a su propio ganado. Acusada de “vivir amancebada” con su nieto mayor, el funcionario procedió a quitarle los menores y entregarlos a distintas familias, así como a confiscar todos sus bienes los cuales vendió por valor de veinte pesos y siete reales, suma que dejó en poder del Comandante de la Frontera de Salto. La intervención del Alcalde se llevó a cabo “sin ejecutar ninguna diligencia judicial”, motivo por el cual se hizo lugar al pedido de Ana calificando los hechos como “despojo”.
Este caso referencial nos permite reflexionar sobre varias aristas de la problemática que abordamos. En primer lugar evidencia la violencia y el abuso de autoridad por parte del Alcalde que acusa a la india de amancebamiento y confisca sus bienes sin mediar ningún proceso que institucionalice su accionar. El calificativo de despojo con el que se reputa la práctica del Alcalde demuestra la arbitrariedad de su proceder. No obstante, eso no impide la separación de los nietos de su abuela, que quedaron bajo disposición del Protector y fueron remitidos a la ciudad “para cuidar de que se los eduque y se les de oficio para cuando sean mayores puedan sostenerse solos” (Archivo General de la Nación, en lo sucesivo AGN, IX – 23 – 4 – 7). Con respecto a los bienes, -“cinco bueyes mansos, doce lecheras con sus crías, dieciséis caballos, una tropilla de yeguas, treinta cerdos capones… rancho con cocina” (AGN, IX – 23 – 4 – 7)- si bien se ordena su restitución, esta recién se vuelve efectiva cuatro años más tarde, en 1805.
La familia constituida legítimamente en matrimonio por un hombre y una mujer fue validada por el derecho castellano-indiano (Kluger, 2005: 132). Por fuera de ello, las uniones se consideraron ilícitas, insertas en pecado y por lo tanto condenadas socialmente. La justicia puso la mirada en los transgresores y persiguió este tipo de uniones. El amancebamiento entre personas solteras parece haber recibido una mayor tolerancia de forma tal que en principio a los involucrados en el caso “se los amonestaba la primera vez” pero de reincidir recibirían mayor castigo (Kluger, 2005: 137). Especial atención recibió el amancebamiento entre indígenas ya cristianizados con la finalidad de impone la monogamia en detrimento de sus costumbres ancestrales que abrían paso a la poligamia, cuestión que iba en contrario de los preceptos jurídicos y cristianos.
El amancebamiento era considerado un atentado contra la moral y las buenas costumbres. En el caso particular de la india Ana Ledesma era agravado por el vínculo de parentesco, aunque es de remarcar que de la causa analizada no surge la comprobación del delito. Este tipo de cuestiones se reitera puesto que las prácticas cotidianas se encuentran inmersas en un entramado social no exento de redes de vigilancia y de poder, en las que con frecuencia los sectores subalternos –en este caso indios- desde una mirada prejuiciosa son sospechados y acusados. En esta trama de relaciones, los agentes judiciales eran sólo uno de los eslabones de los grupos que detentaban el poder. Alcaldes y Sacerdotes formaban una dupla en el ejercicio de la justicia y en el disciplinamiento de los pobladores de la campaña bonaerense. La clave del éxito de los prelados consistía en aglutinar a los pobladores en torno a la parroquia. Aplicaban una disciplina social por medio de la persuasión, la represión y el control con el objetivo de imponer la obediencia. Su propósito era “formar buenos cristianos, buenos vasallos, buenos ciudadanos” (Barral, 2007: 93). Esta línea se fortalecía con las campañas de cristianización, los sermones, la confesión y la comunión, al menos una vez al año (sobre todo en Cuaresma). El cura emerge como una autoridad formal en el ámbito local a través de la parroquia, siendo una de sus tareas “exterminar vicios y plantar virtudes” (Barral, 2007: 93).
Las malas costumbres fueron el fundamento de la quita de los hijos de la india María Pasquala Castro en 1788. Acusada de llevar una “vida escandalosa” por fugarse con un hombre cuando vivía su marido, el Alcalde de la Hermandad del partido del Rincón de San Pedro procede a trasladar a su hijo varón dejándolo a cargo del cura del lugar para trabajar como “paje” y a su hija para servir a la mujer del Sargento de la Guardia. Al tomar parte el Protector de Naturales,16 los hijos fueron restituidos a su madre, no sin antes recomendar este funcionario que ella “sea vigilada de cerca”, y de aclarar que en caso de no enmendar su conducta su hijo volvería a vivir con el sacerdote. Se resalta el testimonio del cura quien declara que la mujer se encontraba en la casa de su yerno, el cual “es un indio que nunca asiste a misa y lleva una vida escandalosa” (AGN, IX, 31, 5, 4).
Lo que se conocía “de pública voz y fama”17 gravitaba en las decisiones que se tomaban en el accionar judicial. En los casos que hemos indagado, la violación de los “buenos hábitos” como la observancia de pautas vinculadas a la moral y a la vida religiosa, aparecen como un común denominador, que actúan como agravantes, dejando atrapados a los individuos en la trama judicial. Recordemos que el cristianismo en clave de época puede definirse como
“un modo de existencia antes que un conjunto bien definido de creencias y de rituales: englobaba la educación, la moral, el arte, la sexualidad, las prácticas alimenticias y las relaciones de alianzas, y acompasaba el transcurrir del tiempo y los momentos esenciales de la vida” (Gruzinski, 2000: 98).
Toda la legislación referida a estas cuestiones muestra la intención de la Corona por mantener el disciplinamiento en el contexto familiar y social, cuestión en la que activamente participó la Iglesia a través del accionar de sus agentes. En ese marco la sexualidad exenta de pecado iba de la mano de la procreación en el seno de la familia (Kluger, 2005: 134).
La mirada disciplinadora del sacerdote local se evidencia también en el caso de Francisca y Catalina, madre e hija, indias pampas del partido de la Cañada de la Cruz. En 1767 el prelado remite este caso a las autoridades judiciales quienes ordenan su traslado como escarmiento ya que “estas infelices viven tan sin temor de Dios y escándalo del vecindario (…) que la Catalina la pilló una madrugada acostada con dos a un mismo tiempo uno a cada lado”. La declaración descalificadora del cura no ahorra palabras a la hora de denostar también el comportamiento de la madre por haber sido sorprendida “en su tráfico irregular”. En esta situación de igual manera se hace presente el parecer de los vecinos quienes acuerdan en describir al marido de la hija como “un consentidor” (AGN, IX, 1-4-2). Los funcionarios eclesiásticos operaban en el mismo sentido de los agentes judiciales como demuestra el accionar del cura de Lobos, el cual “después de dos visitas, no obstante la distancia de cinco leguas y continuas (…) exhortaciones que le tenía hechas en el término de dos años” (Archivo Histórico de Provincia de Buenos Aires, en lo sucesivo AHPBA, 13, 1, 4, 20) en 1805 acusó ante la justicia al indio Francisco de Mendoza por no cumplir con sus obligaciones cristianas. Haciéndose eco de esas palabras, el Alcalde de la Hermandad procedió a quitarle sus hijos -poniéndolos en depósito- así como sus bienes. Es común encontrar acciones conjuntas llevadas a cabo por Alcaldes y curas. Los primeros también tenían entre sus deberes “que celar en los partidos rurales, evitando los pecados públicos y las ofensas a Dios” (Barral, 2007: 73). En esa trama se suscitaban frecuentes conflictos, además de mutua colaboración. Es menester aclarar que en la época del Virreinato, para que los sacerdotes pudieran actuar por fuera del confesionario necesitaban de una designación especial del Obispo, teniendo en ese caso incumbencia en delitos públicos y escandalosos (aquellos que incitaran al pecado) (Barral, 2007: 73).
La quita de los hijos por orden judicial a Francisco de Mendoza es un aspecto coincidente con otro de los casos analizados, en el que se observa que el primer destino de los menores fue colocarlos en casas de familia para trabajar, en esta última situación, “sirviendo de cocina y demás trabajos” (AHPBA, 13, 1, 4, 20). Sin embargo, a diferencia del anterior ejemplo, distintos agentes sociales de la comunidad operan en defensa de Francisco alegando que sus hijas y familia saben rezar y que los bienes embargados por el Alcalde son superiores a los declarados inicialmente. Esos vínculos sociales activados, que integran a personas destacadas del lugar como un Teniente de Milicias, demuestran que de alguna u otra manera el indio formaba parte de ellos. Recordemos que en la campaña bonaerense, el servicio en las Milicias no solamente facilitó el reconocimiento como vecino sino “que brindó una estructura de autoridad y poder para que determinados vecinos se re-posicionaran en su comunidad y ejercieran el gobierno local” (Néspolo, 2006: 23). En la situación que venimos describiendo, estamos frente a un miembro de la oficialidad. Desde la perspectiva del Protector de Naturales, el sacerdote actuó de manera desmedida, argumentando que si ese proceder “es el único remedio debe confesarnos que no lo ha puesto en ejercicio sino para Mendoza, sin embargo de los muchos que había de iguales dolencias en su curato” (AHPBA, 13, 1, 4, 20). El funcionario desautoriza la palabra del cura por medio de los testigos, alegando que el sospechado es hombre de bien y que toda su familia observa costumbres cristianas “sin dar que decir a sus vecinos”.
Entre las arbitrariedades detectadas en el accionar de los Alcaldes se encuentra el hecho de sostener “cárcel privada” en su propia vivienda. Tal es el caso del Alcalde de la Hermandad que apresó a Javier indio, poblador del Valle de la Pesquería, según consta en la causa fechada en 1749. Luego de apresarlo y torturarlo con azotes, lo dejó en libertad a cambio “del compromiso de un pago de 40 pesos18 en el plazo de seis días” (AGN, IX -41-9-7). Ante la imposibilidad de hacer frente a la deuda contraída, el indio debió abandonar su casa, familia y bienes, interviniendo en su defensa el Protector de Naturales. La causa evidencia asimismo el conflicto de poderes existente entre estos funcionarios judiciales, en tanto el Protector señala el abuso de poder por parte del Alcalde, quien frente al delito –no mencionado en la causa- de Javier indio, no se limita a remitir el caso al funcionario pertinente, sino que avanza en asuntos que no son de su estricta incumbencia,19 incurriendo así en “injuria y agravios hecho a la parte por verlo un pobre indio indefenso” (AGN, IX -41-9-7).
En este caso también observamos que una compleja trama de vínculos en las que se encuentra involucrado el indio se activa en su defensa, presentando el Protector nueve testigos a su favor quienes lo califican como un “hombre de bien”. Los vecinos solían conformar en la época, una especie de “tribunal social” al cual solía acudir la justicia para recabar lo que se conocía de pública voz y fama.20 La información reunida a partir de interrogatorios puntuales, previamente elaborados, podía operar a favor o en contra del sospechado. Resulta imposible detenernos en el análisis de esas relaciones sociales en sí mismas, identificando sus características, por las limitaciones propias de la documentación con que venimos trabajando. No obstante surge de la causa que todos los testigos arguyen que “es de honrados procederes y que nunca han dado nota de su persona” (AGN, IX -41-9-7), certificando asimismo que le conocen desde el momento de su matrimonio. Estamos aquí frente a un caso en el que reconocemos la figura del agregado ya que el indio vivía bajo el “arrimo y amparo” del Capitán José Rodríguez, en sus tierras, cuidando animales para su sustento. Mayo describe al agregado como una relación
“básicamente consuetudinaria […] un caso típico de colonato, sistema mediante el cual los terratenientes optan por compensar a sus trabajadores, total o parcialmente, con la concesión del usufructo de un pequeño lote de terreno. La agregación era precisamente una contraprestación: tierra a cambio de trabajo” (Mayo, 1995:74).
El mencionado Capitán testificó que “lo ha tenido en su casa como a un hijo de nueve para diez años y que nunca le ha sentido cosa que de el se haya depuesto contra el modo de vida” (AGN, IX -41-9-7).
En una situación inversa, distinta fue la suerte corrida por Marcos, un indio misionero natural del pueblo de Santa Ana residente en Buenos Aires, quien se presentó a la justicia en 1791 reclamando la devolución de una niña de ocho años que estaba a su cargo y al de su esposa. El Alcalde de la Santa Hermandad procedió a sustraerle la niña acusándolo de “mala crianza”, habiendo sido corroborado este hecho por el Protector de Naturales quien alega que tanto el indio como su esposa pervirtieron a la niña – que “no sabía rezar, andaba azotando calles y en mandados en pulperías en servidumbre” (AGN IX- 35-7-1) de los misioneros- y que era menester apartarla de su lado. Al mismo tiempo, este funcionario arguye que Marcos se encontraba bajo malas influencias, acompañándose siempre del indio Diego Flores “que es perjudicialísimo en esta capital pues no se ejercita más que en influir a los de su clase” (AGN IX- 35-7-1) que están separados de sus poblaciones y “sin pagar el debido tributo a su majestad” (AGN IX- 35-7-1). En este caso la justicia fue contundente, ya que la niña permaneció en la casa en la que había sido depositada para su cuidado, mientras que tanto el matrimonio como el otro indio fueron embarcados forzando su regreso a las Misiones de donde eran oriundos.
No debe llamar la atención la presencia de indios misioneros en la campaña y ciudad de Buenos Aires en el período, situación acentuada a partir de la expulsión de los jesuitas, momento en el cual se produce un desbande hacia distintos puntos del territorio y en particular hacia esta zona. Al respecto, en distintos Bandos21 las autoridades ordenaron que quienes tuvieran indios misioneros trabajando a su cargo procedieran a denunciar esa situación para devolverlos a sus pueblos o de lo contrario serían multados. Sin dudas, esta normativa no fue debidamente cumplimentada. Surge de la documentación –especialmente de los empadronamientos- que eran muchos los indígenas de las Misiones que se encontraban trabajando en el área y que en la mayoría de los casos las autoridades hacían “la vista gorda” frente a esta circunstancia, ya que estos individuos venían a compensar la falencia de mano de obra, especialmente atendiendo a las necesidades vinculadas al ciclo agrícola. El problema se suscitaba cuando, en caso de conflicto, estas personas quedaban atrapadas en las redes de la justicia, y al ser su situación irregular eran inmediatamente devueltos a su lugar de origen. Así, retomando la causa que veníamos tratando, resulta evidente que la situación de indios forasteros –y más aún, de misioneros- resultó un agravante tenido en cuenta en la resolución del caso. Al mismo tiempo, las relaciones simétricas trabadas entre dos subalternos –Marcos y Diego, este último sospechado de malas conductas que influenciaban negativamente entre sus pares-, nos alertan acerca de la importancia en la construcción de los vínculos sociales que venimos advirtiendo. En ejemplos anteriores los indios fueron defendidos por miembros “respetables” de su localidad, mientras que en esta última situación, la carencia de relaciones con sectores de poder de quienes encontramos en la trama de la justicia, sumado a la “mala junta” resultaron aditamentos que jugaron en su contra.
En consonancia con este último caso y retomando el tema de las migraciones internas que ya hemos mencionado, se observa tempranamente que la carencia de mano de obra fue una constante, particularmente en relación a actividades relacionadas a la cosecha del trigo, producto de vital de importancia para el abasto de harina en la población local. No obstante, se infiere de la documentación que en ciertas oportunidades los individuos eran renuentes a trasladarse a la campaña bonaerense para insertarse como peones temporarios por temor a ser reclutados forzosamente en servicio de la corona, particularmente en época de conflictos externos. Con tal motivo, en 1805 el Cabildo de Buenos Aires solicita al Superior Gobierno librar orden a las autoridades máximas de las localidades del interior que tomen medidas para brindar confianza a los trabajadores golondrinas. En este sentido se ordena se otorgue a los migrantes una papeleta como constancia de que se trasladaban hacia Buenos Aires para ocuparse de estas tareas (AGN, 1926).
En todas las causas analizadas el tema del poder y la violencia aflora de manera explícita o implícita, sacando a la luz la forma despótica en que los representantes de la justicia ejercían su autoridad, especialmente en detrimento de los sectores más vulnerables de la sociedad. En este marco, resaltaba el rol de control ejercido por los miembros eminentes de cada comunidad. Funcionarios judiciales, otros representantes del poder estatal, sacerdotes, integrantes de las milicias y vecinos conforman una trama de poder que ejercía el disciplinamiento social a través de mecanismos que no necesariamente tenían que ver con el cumplimiento de la ley, sino de normas sociales donde fuertemente se denota el peso de la costumbre enmarcada en el ideario cristiano, entendida como práctica que supera el valor de las normas escritas.
En ese sentido, algunas causas estudiadas por Silvia Ratto y que involucran a indios pertenecientes a grupos locales, reflejan la necesidad de armonizar la convivencia de la vía judicial con la infrajudicial, esta última fuertemente arraigada en valores y normas consuetudinarias. Para el caso de los indios, la vía infrajudicial era más cercana a sus prácticas culturales puesto que existen puntos de convergencia en la resolución de conflictos, como el resarcimiento económico, entre otros. La puesta en práctica de esta última vía “indica el alto grado de imprevisibilidad que se aplicó en la resolución de estos conflictos” (Ratto, 2009: 149). Los delitos que los tienen como protagonistas incluyen el robo de ganado, compra de ganado robado y asesinato de un morador de la campaña. El procedimiento judicial seguido se interpreta como una forma de no resquebrajar las relaciones con los grupos indígenas fronterizos, en momentos difíciles para el estado provincial, esto es durante el transcurso de década de 1810 (Ratto, 2009: 254). Ratto afirma que la etnicidad indígena se visibiliza o se la desdibuja en el ámbito de la justicia en razón del momento político y del estado de las relaciones entre la sociedad estatal y comunidades indígenas fronterizas. En el período rosista la justicia de a poco fue colocando en un mismo plano a indígenas y criollos, cuando estamos frente a un estado más fortalecido.
En nuestro caso la situación se aleja de lo señalado anteriormente porque los agentes indígenas involucrados en las causas están insertos en la sociedad colonial y no pertenecen a las comunidades locales, condición que no genera posibilidad de moderación. Están sujetos al cumplimiento de la normativa o pasibles de sanción para quienes la transgredan. Asimismo, en la trama de los expedientes judiciales analizados aflora muchas veces la mirada prejuiciosa que los sectores dominantes tenían sobre los indios, los cuales incluyen conceptos o categorías que más que a quien están dirigidos definen a quienes los elaboran.
Se destaca que las relaciones que aquellos individuos trabaron con personas que tenían cierto poder en el ámbito local resultaba un factor que les permitía eludir o moderar el accionar de la justicia. De una forma u otra, algunos agentes sociales indígenas construyeron solidaridades que se activaron en su favor frente al conflicto.
El vecino, en tanto miembro de la comunidad local, al actuar como testigo hacía suya la causa trasladando -por medio de sus testimonios- la posición tomada frente al caso. Las relaciones vinculares entabladas o no con los indígenas, atravesaban ese posicionamiento. En este sentido se reafirma el valor de integrarse a una “malla social local” que ha señalado Fradkin para los sectores subalternos en general, cuestión que vemos claramente en los expedientes analizados. Por el contrario, quienes no lograban insertarse en este sistema relacional quedaban desprotegidos, más aún si se vinculaban con personas sospechadas de mala conducta. En ese contexto social era importante no sólo “ser, sino parecer”.
1 Los diferentes trabajos que analizan el accionar de la justicia en el contexto de la campaña bonaerense en el período colonial permiten conocer las peculiaridades asumidas por un estado en formación (Garavaglia, 2007).
2 Este autor retoma conceptos de Bourdieu quien considera que “el Estado reivindica con éxito el uso de la violencia física y simbólica sobre un territorio y sobre el conjunto de su población” Bourdieu, P. “Espirits d´Etat” en Raisons Practiques, Seuil, París. En: Garavaglia, 2003:228).
3 José Luis Martínez utiliza este concepto para señalar el uso repetido de determinadas categorías en la documentación del período colonial para referirse a los indios. (Martínez en Presta, 1995).
4 La gente que habitaba en ese contexto era tenida como muy sana aunque eran “frecuentes las muertes por golpes y caídas de caballos y cornadas de toro de lo que resulta que como no hay buenos médicos ni medicamentos se producen los decesos” (Concolorcorvo, 1942: 50). Algunos pagos, como el de Areco, contaban con muchos hacendados y espaciosas campañas donde se criaba especialmente el ganado mular que revendían a los invernadores de Córdoba. Cría de ganados y mulas también había en Arrecifes, con pocas labranzas (Concolorcorvo, 1942: 58).
5 Aguirre repara en ellos y afirma que “es ya ciudad que tiene visos de las de primer órden” (Aguirre, 1947: 181). Para fines del siglo XVIII contaba con varios cafés y confiterías, posadas, Casa de Comedias y corridas de toros, las cuales se llevaban a cabo en la plaza.
6 Estos cargos fueron creados en la ciudad de Buenos Aires en 1734 inicialmente para combatir el contrabando y su función con el tiempo -a medida que aumentaba la población de la ciudad- fue modificada para ocuparse de la vigilancia de los barrios, reforzando la tarea de los Alcaldes ordinarios y Gobernadores. Sus antecedentes se remontan a Madrid en 1612, momento en que la ciudad fue dividida en seis cuarteles (Mariluz Urquijo, 1951). Durante la gestión del Virrey Arredondo se reglamentó el accionar de estos funcionarios designados ad honorem entre los vecinos más destacados de los veinte barrios en que se dividió la ciudad. (Kluger, 2006: 216).
7 Concolocorvo evaluaba que la ciudad “está bien situada y delineada á la moderna, dividida en cuadras iguales y sus calles de igual y regular ancho, pero se hace intransitable á pie en tiempo de aguas, porque las grandes carretas que conducen los bastimentos y otros materiales hacen unas excavaciones en medio de ellas en que se atascan hasta los caballos é impiden el tránsito á los de á pie, principalmente el de una cuadra á otra, obligando á retroceder á la gente, y muchas veces á quedarse sin misa cuando se ven precisados á atravesar la calle” (Concolorcorvo, 1942: 26).
8 Sí se conoce que su éxito fue relativo en algunas regiones del interior, como Córdoba, debido a la resistencia a su pago (Palomeque, 2000: 139).
9 En consonancia con la política de un mayor control sobre el territorio, en 1779 se inició la construcción del Fuerte Nuestra Señora de Patagones situado en la desembocadura del Río Negro (Nacuzzi, Lucaioli & Nesis, 2008: 29), enclave fronterizo alejado de la capital virreinal que no contaba con otras poblaciones cercanas. Más hacia el sur, en San Julián, en 1781 se instaló el fuerte de Floridablanca.
10 Opina que entre los serranos, los Aucas son más laboriosos, por cultivar, tener tejidos y trabajar los metales (Aguirre, 1947: 243).
11 Para una ampliación del tema puede consultarse Nacuzzi, Lucaioli & Nesis, 2008.
12 Se refiere a que los nuevos asentamientos atrajeron a los grupos indígenas locales, acercando al área de la frontera. la posibilidad de intercambiar productos.
13 Los Tribunales Especiales (o Fueros Especiales), se encargaban de pleitos que se originaran en cuestiones específicas como la minería, el ámbito mercantil, o bien temas relacionados con la organización familiar o religiosa, como el Fuero Eclesiástico (Crespi & Alonso, 1999).
15 Néspolo señala que la costumbre estaba influida en este caso por el ius commune, proveniente del derecho romano.
16 Todos los funcionarios debían velar por el bienestar de los indios, no obstante “la miserabilidad de los naturales (…) propició el desarrollo de un vasto sistema legal y administrativo de amparo al que pertenece en primera línea la Protección de Indios”. En esa línea, la legislación asume un carácter paternalista creando el cargo en 1516 que fue desempeñado por Fray Bartolomé de las Casas. Su función era resguardar a los indios de los abusos que se cometieran en su perjuicio siendo también un mediador jurídico en el plano de la justicia en casos en que debieran recurrir a esa instancia.
El cargo no tuvo una trayectoria lineal en cuanto a prerrogativas, competencias y características de las personas que lo desempeñaron. Esas diferencias guardaron relación en parte con los propios intereses de la Corona. Desde mediados del siglo XVI las designaciones recayeron en personas ajenas a la Iglesia. Las reformas que introduce Toledo de crear un Protector General en Lima y otros funcionarios similares en ciudades y provincias se extendió a otros lugares de América. Con la Recopilación de 1680, el cargo se desvinculó de las Audiencias, institución de la cual dependió durante el siglo XVII (Cuena Boy, 1998).
17 En los casos de transgresión cobran relevancia los “vecinos”. “Para Tau Anzoátegui, la opinión y la fama pública fueron el fundamento que estaba detrás de los mecanismos de control, en función de los cuales se propagaron estereotipos y se asignaron posiciones en la escala social y a partir de allí se confirieron derechos y obligaciones, alineados detrás de lo que los miembros de la sociedad identificaban como inmoral o indeseado”. (Tau Anzoátegui, 2004: 107 en Kluger, 2005: 148).
18 Señalamos que la suma es muy significativa, teniendo en cuenta que en esa época el salario de un peón rural oscilaba entre 6 y 7 pesos mensuales.
19 Es usual encontrar en las fuentes este tipo de conflictos de poderes en los que están inmersos distintos funcionarios que incurren en jurisdicciones que no son de su incumbencia. Por ejemplo ver AGN IX – 42-1-2.
20 Barral identifica una noción clave para comprender el funcionamiento de la justicia en este período: la infrajudicialidad o la infrajusticia, entendida como "[...] conjunto de fuerzas que operaban a nivel comunitario antes, durante y luego de los hechos que se juzgaban y que se sostenían en una serie de nociones como la pública voz y fama y la costumbre [...] la infrajusticia podía presentarse como una justicia alternativa y paralela a la oficial pero, con mucha frecuencia, se trataba de una justicia complementaria” (Barral en Fradkin, 2009:13).
21 El virrey Ceballos prohibió en 1780 a todos los vecinos de la ciudad y su jurisdicción servirse de indios de las Misiones, ni admitirlos en conchabo en sus casas, chacras o estancias. Fijó un plazo de tres días para el que los tuviese los denunciara, pena de 200 pesos de multa, y 50 pesos de premio a quien denunciara la contravención de ese Bando. AGN IX 8-10-4 (Aguirre, 2005: 24).
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Recibido: 20/07/13
Aprobado: 14/10/13
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