ARTICULOS / ARTICLES
Facultad de Humanidades y
Ciencias de La Educación
Universidad Nacional de La
Plata, Argentina
facundo.roca@yahoo.com.ar
Resumen:
Casa Grande y Senzala,
obra cumbre del sociólogo brasileño Gilberto Freyre, ha
guiado de una u otra forma el recorrido seguido por la gran mayoría
de los estudios históricos abocados al sistema patriarcal del
ingenio azucarero. El presente trabajo propone un análisis del
catolicismo brasileño durante el período esclavista, en
el contexto de una reinterpretación de la obra de Freyre en
función del antagonismo entre las categorías de
apolíneo y dionisíaco. Esta religiosidad brasileña
se nos presentará así como una experiencia
eminentemente dionisíaca, frente al carácter apolíneo
de la ortodoxia cristiana, y un elemento clave dentro del modelo
planteado por Freyre.
Palabras clave: Freyre; Catolicismo; Brasil; Dionisíaco; Apolíneo
Abstract:
The
masters and the slaves,
masterpiece of the Brazilian sociologist Gilberto Freyre, has guided,
in one way or another, the path followed by the great majority of the
historical studies dedicated to the patriarchal system of the sugar
plantations. This paper proposes an analysis of the Brazilian
Catholicism during the period of slavery, in the context of a
reinterpretation of Freyre’s work, in the light of the
antagonism between the categories of apollonian and Dionysian. This
Brazilian religiosity is for us an eminently Dionysian experience,
opposed to the apollonian character of the Christian orthodoxy, and a
key element within the model proposed by Freyre.
Key words: Freyre; Catholicism; Brazil; Dionysian; Apollonian
En diciembre de 1933 el sociólogo brasileño Gilberto Freyre publica en Río de Janeiro Casa grande y Senzala (CGS), un estudio socio-histórico que analiza y describe el pequeño mundo patriarcal que se va construyendo alrededor del ingenio azucarero, en el nordeste brasileño, durante el largo período de auge de las plantaciones y el monocultivo de la caña. El Brasil de Freyre es el Brasil colonial, del azúcar, del noreste, del señor de ingenio, del esclavo, de los contrastes. La casa grande, morada del señor y centro neurálgico de la plantación, junto con la senzala, precaria vivienda de los esclavos, dan cuenta de una estructura dual a la que el autor alude a través de esta metáfora arquitectónica y con la que expresa el antagonismo fundamental que da sentido a los demás contrastes, el antagonismo que anida en la propia institución esclavista. Pero éste es un esclavismo de un carácter profundamente patriarcal. En esta sociedad de ingenio el amo adopta los atributos simbólicos de un padre y las relaciones económicas y de propiedad adquieren el formato de las relaciones intrafamiliares; el esclavo, desligado de su identidad de origen y convertido en dependiente de esta nueva “familia”, hace las veces de un hijo menor que requiere del cuidado y la benevolencia paterna, autoridad de la que difícilmente podrá emanciparse.1
Freyre propone una novedosa recorrida por este mundo patriarcal perdido, ampliando el espectro de los análisis históricos previos, incorporando nuevas dimensiones sociales, creando un registro, un lenguaje y un tono de enunciación diferente y sobre todo un modo de entender al Brasil, una interpretación de su historia y de su sociedad, que resulta profundamente disruptivo y original para la década del '30. Su obra viene precisamente a subvertir los estereotipos europeos del atraso y la barbarie americana, desarrollando una visión positiva de la mezcla racial, reivindicando el aporte de las poblaciones negras en la formación de la identidad brasileña y la cultura de la casa grande, en un contexto intelectual en que aún priman las teorías del blanqueamiento y la superioridad racial. CGS desciende hasta los aspectos más íntimos y cotidianos de la sociedad de ingenio, desde los devocionales hasta los culinarios, ampliando los límites de la investigación, pero empleando a su vez, como señala Jossiana Arroyo (2002: 14), “un discurso híbrido que se sitúa entre la literatura y la etnografía”, caracterizado por un criollismo del lenguaje que pretende expresar en ese sincretismo la propia esencia de la nacionalidad.
Hay sin embargo en Freyre no sólo una vocación “científica”, analítica, no obstante su colosal trabajo documental, del que da sobrada prueba la profusión de citas con que enriquece sus obras. Se impone por sobre toda esa estructura erudita la insoslayable búsqueda y valor artístico de su trabajo, sobre todo por el enorme poder alegórico, de evocación, de su exuberante prosa, de ese “estilo pirotécnico”, como lo llama Darcy Ribeiro (Freyre, 1985). CGS esta signada por una constante exhortación a los sentidos, por una profusión de colores, de aromas, de sensaciones, que manan casi incontenibles del texto, en un relato en el que priman las pasiones, los excesos, lo corpóreo, la abundancia, la fuerza y la vitalidad.
Pero esta dimensión literaria2 a que hacemos mención no sólo le confiere una fuerza y un poder de interpelación único al relato, sino que al mismo tiempo nos plantea una dificultad adicional en nuestro abordaje del texto. Darcy Ribeiro da cuenta de este “peligro” (un peligro nada ingrato), cuando advierte al lector desprevenido no entregarse mansamente a la pluma cautivadora de Freyre, dejándose mecer por su prosa “mimosa”, a través de largos recorridos circulares llenos de color, y en los que por esto mismo probablemente no alcancemos a apreciar ese primer antagonismo que sobrevuela todo el texto: el del propio autor, el que contrapone al literato con el cientista social.3 Pero a su vez es también ésta la primera oportunidad que nos brinda Freyre para apreciar esa “zona de confraternización”, ese espacio de encuentro entre ambos opuestos, en que parecieran diluirse las aristas más duras de aquella dicotomía agonal.
Existe finalmente un punto en que ambos extremos, en apariencia totalmente divergentes, confluyen, y no sólo “coexistiendo sin disolverse”, como señala Oscar Terán (2001: 201), sino además sirviendo uno a los propósitos del otro. En este caso, el Freyre literario, con su estilo pletórico, tributa también a la visión vitalista y exuberante del Brasil que construye el Freyre analítico, sociológico. Aunque esto tampoco implica que debamos perder de vista el que también este estilo cautivador puede inducirnos a pasar por alto algunos de los aspectos más discutibles de nuestro autor; como su nostalgia aristocrática, que lo conduce a una idealización desmedida de aquel viejo orden patriarcal, o su confusión de la perspectiva culturalista boasiana con una idea de raza más bien biologisista, en una curiosa amalgama ligada sólo a partir de su adhesión a un neolamarkismo hoy ya perimido (Freyre, 1985: 276 y ss).
Ahora bien, este estilo pletórico con que construye la trama de CGS no es sino la manifestación, desde lo literario, de esa particular y original visión del Brasil y de su historia, de la cual forman parte fundante y vital dos elementos en los que hemos centrado nuestro análisis: el catolicismo brasileño, como articulador privilegiado de aquellas “zonas de confraternización” que posibilitan el encuentro de los opuestos, la caracterización de éste como un catolicismo dionisíaco y también en cierta medida el efecto de esa moral tan particular en la relación amo-esclavo.
Comenzaremos a transitar aquel recorrido partiendo de un concepto central, el de “catolicismo dionisíaco” (que como veremos no es exactamente un término suyo), para entonces introducirnos, en un primer momento, en un análisis de la propia categoría de “lo dionisíaco” en CGS y en términos más generales de la antinomia apolíneo-dionisíaco que recorre toda su obra. En una segunda instancia, retomaremos nuestra preocupación por la definición del catolicismo brasileño, indagando en ese cristianismo privatista,4 pasional, lírico, que se nos presenta en CGS, tratando de rastrearlo en sus orígenes, precisando sus rasgos característicos y fundamentalmente dando cuenta de por qué le atribuimos aquel carácter dionisíaco. Finalmente, buscaremos señalar cómo en la obra de Freyre este producto religioso típicamente brasileño actúa como legitimador de una moral de principios mucho más laxos, que permite el desarrollo de esas “zonas de confraternización”, dominadas por los excesos y las pasiones, que en CGS conducirían a una atenuación de los antagonismos propios del sistema esclavista, condición vedada a la sociedad puritana (apolínea) norteamericana, y que define el carácter distintivo del mundo patriarcal brasileño.
El antagonismo apolíneo-dionisíaco, que, como bien dan cuenta ambos conceptos, remite a la cultura griega clásica, alude a dos figuras destacadas del panteón olímpico: Apolo, dios del sol y la luz, y Dionisos, dios del vino y las fiestas; dos divinidades de competencias muy diferentes. Pero, aun siendo deidades muy disímiles en cuanto a sus representaciones, en el mundo griego ambos dioses no eran considerados opuestos o rivales, sino que esta interpretación dicotómica constituye un producto muy posterior de esa herencia clásica, una interpretación del siglo XIX.
Es en verdad Nietzsche (1995) quien, retomando una vieja tradición alemana de análisis del mundo helénico, en El nacimiento de la tragedia, su primera gran obra, desarrolla una original interpretación de la cultura griega basándose en estas dos categorías, que entonces sí se presentan como fuerzas antagónicas. De hecho, dos impulsos parecen según él gobernar el mundo: lo apolíneo, representación de la belleza, la perfección, la razón, el autocontrol, el equilibrio, la proporción, la lógica, lo onírico y el principio de individuación; y lo dionisíaco, que es el caos, el instinto, la intuición, lo sensorial, el dolor y el placer, la pasión, el exceso, la oscuridad, la intoxicación, la embriaguez que borra todos los límites y reconcilia al hombre consigo mismo y con la naturaleza. Para Nietzsche, es en el equilibrio de estos dos impulsos que la civilización griega, paradigmáticamente representada en la tragedia, alcanza la cúspide de su esplendor; y es bajo el influjo de los elementos apolíneos, en la ruptura de aquel equilibrio, a merced del avance del racionalismo socrático, que comienza la decadencia cultural de Grecia. Su obra es, en cierto punto, una reivindicación de esa fuerza oprimida por el imperio de la razón, una oda a esa cultura vitalista, exuberante y salvaje, menoscabada en el mundo clásico por la lógica socrática, y de la cual nosotros creemos ver rasgos inequívocos en la interpretación que traza sobre el Brasil patriarcal en CGS. Es decir, es ese mismo espíritu, que lleva a Nietzsche a una idealización de la cultura presocrática, el que evoca Freyre en su reivindicación de aquel país tropical,5 de excesos, que tanto contrasta con el nuevo mundo creado a la sombra de los duros rasgos apolíneos del catolicismo castellano y el puritanismo inglés.
Son muchos los elementos del análisis freyreano que dan sustento a esta ligazón que lo conecta con el juego de opuestos nietzscheano, y permiten una lectura de su obra en clave dicotómica. En particular, el abordaje con que se aboca a la problemática de la religiosidad de ingenio en el Brasil nordestino, de sus herencias y manifestaciones hogareñas y del papel central que desempeña este catolicismo tropical al interior de la casa grande, constituye uno de los espacios privilegiados en que se ponen en juego muchas de aquellas tensiones y contrastes que lo asimilan al esquema apolíneo-dionisíaco. Pero esa religiosidad mística, pasional, exuberante, exaltada, con que se caracteriza al Brasil del ingenio en sus obras no recibe sino una nominación un tanto ambigua: “catolicismo lírico”, lo llama él.6 Sin embargo, en el análisis que Benzaquen de Araujo dedica a CGS en Guerra e Paz (1994), aunque de forma elíptica, como así también, ya directamente, en el comentario que de éste realiza Oscar Terán, surge otro término, la noción de “catolicismo dionisíaco” a que nos hemos referido con anterioridad.7 Esta nueva expresión, no obstante, adolece de una peculiaridad notable: es absolutamente ajena al texto original de CGS. Aunque, esta referencia a lo dionisíaco, que no está presente en Freyre en términos explícitos, y que Benzaquen adopta sin ningún reparo, sin mayores explicaciones, parece sin embargo casi un resultado predecible de una lectura atenta de CGS. Es decir, aun no nombrándola directamente, la obra constantemente remite a aquel antagonismo madre.
Pero al reconocer entonces lo dionisíaco como un concepto extraño, por lo menos a la edición original de CGS, podríamos pensar de todas formas que esta interpretación que hemos sugerido no es más que un mero ejercicio especulativo, una interpretación forzosa, demasiado alejada de las verdaderas intenciones del autor. En este punto resulta muy valiosa y esclarecedora la contribución que realiza Peter Burke a la comprensión de la obra freyreana (Burke & Pallares de Burke, 2008). Precisamente, a través de su reconstrucción del itinerario intelectual del autor, nos brinda algunas herramientas imprescindibles para pensar esta estructuración antagónica en CGS. En particular, la información que nos provee en cuanto al acercamiento de Freyre a la dicotomía apolíneo-dionisíaca resulta un aporte fundamental, puesto que disipa muchas de aquellas dudas con respecto a la aparente exterioridad de estos conceptos. Burke nos aclara que, a pesar de ser un atento lector de Nietzsche,8 el mismo Freyre “admite haberla descubierto [a la polaridad entre lo apolíneo y lo dionisíaco] en las páginas de Patterns of Cultures (1935), de Ruth Benedict” (Burke & Pallares de Burke, 2008: 179), otra discípula del gran antropólogo norteamericano Franz Boas. Entonces, es a través de Benedict, quien analiza diferentes sociedades indígenas de América y Asia a la luz de los conceptos acuñados por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, que Freyre toma contacto con esta terminología, con posterioridad a la publicación de CGS, que es de 1933. En definitiva, lo que Burke señala es que Freyre, para el momento en que escribe CGS, aún no ha tomado contacto con estos conceptos, por lo menos como están expresados en Nietzsche y luego en Benedict, aunque esto no quiere decir, como él mismo insinúa, que este antagonismo no haya estado presente, de una forma más bien implícita, en la primera edición de CGS. Es más, como apuntábamos, esta dicotomía es plenamente constitutiva del planteo de Freyre desde un primer momento, aun cuando no la haya formulado en estos términos en sus escritos más tempranos.
Por otro lado, esta última hipótesis se ve ciertamente confirmada por el uso posterior que Freyre le ha dado a aquella terminología nietzscheana descubierta por él en Patterns of Cultures. En cierto sentido, estos conceptos vendrían a plasmar una idea anterior que ya estaba en CGS. Como señala Burke,
“La idea de lo dionisíaco podría haber sido concebida para una discusión del Brasil en general y del noreste en particular, tan apropiada era para esta parte del mundo. Freyre introdujo el contraste en ediciones posteriores de CGS y lo explotó en una variedad de contextos (…)” (Burke & Pallares de Burke, 2008: 179).
El concepto de lo dionisíaco viene entonces a darle un encuadre teórico a una idea que ya está en Freyre. En tal caso lo que éste hace no es introducir el contraste, como dice Burke, sino encuadrar esos contrastes, que hasta entonces tenían una forma un tanto difusa, dentro de aquel modelo conceptual más definido. De todas formas, a pesar de que la adopción de lo dionisíaco como un elemento central en su obra se hace ya evidente, la mención solo se vuelve explícita en una única ocasión en toda la edición final de CGS (en una contraposición entre el negro y el indio), acompañada de una expresa referencia a Benedict.9
Ahora bien, dejando a un lado CGS por un momento, lo cierto es que esta oposición apolíneo-dionisíaca se va a transformar en un elemento ciertamente recurrente en la obra de Freyre, reapareciendo frecuentemente en sus análisis de la sociedad brasileña, las más de las veces de forma implícita, pero también en muchas ocasiones explícitamente. Uno de los ejemplos más elocuentes y curiosos de esta metodología aplicada al análisis social se constata a través de su particular visión con respecto al fútbol, y su caracterización del futbolista brasileño, de su estilo de juego, en contraposición al del europeo, y en particular al inglés. Dice a este respecto:
“En el fútbol, como en la política, el “mulatismo” brasileño se hace notar en su gusto por la flexibilidad, por la sorpresa, por un floreo que recuerda pasos de danza y de capoeira. Pero sobre todo de danza. Danza dionisíaca. Danza que permite la improvisación, la diversidad y la espontaneidad individual. Danza lírica. Mientras que el fútbol europeo es una expresión apolínea del método científico y de un deporte colectivo en el que la acción individual resulta mecanizada y subordinada a la del todo, el brasileño es una forma de danza en el que la persona se destaca y brilla” (Freyre, 1945, citado en Maranhão, 2006: 443).
Pero esta apreciación que hace no se limita estrictamente al fútbol, a lo deportivo, sino que en todo caso éste funciona más bien como una metáfora del carácter brasileño en términos genéricos. Y si alguna duda quedaba de ello, él mismo en un escrito ya más tardío se apresta a confirmárnoslo cuando señala:
“No hay fantasía en afirmar que existe ya una singularidad brasileña que se manifiesta en un tipo general brasileño, caracterizado por un conjunto de maneras —que le son particulares— de marchar, de hablar, de sonreír; (…), por una generalidad de aspectos físicos marcada por el predominio del mestizaje sobre los individuos de étnica pura, y de dionisíacos sobre apolíneos (…)” (Freyre, 1971: 36).
Pero más allá de lo terminológico, esta dualidad emerge en cada uno de los pasajes más conspicuos de su obra. Todo su análisis se encuentra impregnado de esta dicotomía, de esta contradicción, en el cual pueden reducirse casi todos sus antagonismos. ¿Qué otra cosa son si no, para decirlo en palabras de Burke, “los contrastes entre lo duro y lo blando, lo áspero y lo suave, lo rígido y lo flexible, lo anguloso y lo curvo” (Burke & Pallares de Burke, 2008: 179), más que una reedición de aquella primera contradicción entre el luminoso y recto Apolo y el caótico y desbordante Dionisos?
Aun cuando Freyre hasta entonces no se hubiera planteado explícitamente esta dicotomía en términos nietzscheanos, las principales oposiciones sobre las que se estructura CGS bien pueden pensarse como expresiones particulares de ese antagonismo fundamental. En esta clave entendemos contrastes como el que se da entre el negro (caracterizado por su “espíritu alegre, vivo, locuaz, y en consecuencia plástico, adaptable”) y el indio (de “carácter introvertido, tristón, duro, tieso, inadaptable” Ribeiro, 1985: XXXVII), entre los trópicos y el clima europeo, entre el portugués (laxo, vago, impreciso) y el castellano (duro y anguloso, “de un perfil definitivamente gótico y europeo” Freyre, 1985: 36), entre el catolicismo brasileño y el puritanismo norteamericano, entre el habla doméstica de las “mae Benta” o las “tías Rosa” y la lengua estandarizada de los maestros jesuitas (Freyre, 1985: 311 y ss), y entre la regularidad de la tradición culinaria europea y la inconstancia de un régimen alimenticio brasileño que se balancea entre los excesos y las privaciones. Todas éstas y muchas otras dualidades, dan cuenta de la preeminencia de aquella oposición madre que hemos postulado. Aunque también son fiel reflejo de un aspecto fundamental, muy notorio en CGS y en el cual se subsume la dicotomía apolíneo-dionisíaca: el rol central que ocupa el antagonismo en general como estructurador del análisis social en su obra.
Como señala Burke, “Freyre amaba las oposiciones binarias”. Y sólo con los títulos de su famosa trilogía ya podemos darnos una clara idea de ello: Casa Grande & Senzala, Sobrados e Mucambos y Ordem e progresso, por no mencionar Aventura e Rotina. Incluso se consideraba a sí mismo como una persona contradictoria.10 En rigor, toda su obra se encuentra estructurada en función de esta lógica de oposiciones. Su propia imagen de la sociedad brasileña, y antes que ella de la portuguesa,11 se sustenta sobre aquella profusión de antagonismos, y este es uno de los elementos centrales que según él les da un carácter distintivo. Más aun, plantea que “la fuerza, o mejor, la potencialidad de la cultura brasileña nos parece que reside íntegra en la riqueza de los antagonismos equilibrados” (Freyre, 1985: 312). Pero entonces, si, “la formación brasileña, fue, en verdad, (…) un proceso de equilibrio de antagonismos” (Freyre, 1985: 76), cómo debemos entender esta noción de equilibrio, cómo pensar este “lujo de antagonismos” sin caer en una visión del Brasil como una sociedad partida, fracturada, que es exactamente lo contrario de lo que argumenta en CGS.
Ante todo, de ningún modo este juego de oposiciones binarias significa para el autor que existan dos polos o núcleos cerrados, irreductibles, que constituyan esferas de sociabilidad independientes entre sí. Muy por el contrario, como señala Costa Lima en su prólogo al libro de Benzaquen, para Freyre “el lujo de antagonismos y las divisiones al interior de la casa-grande no implicaban ningún distanciamiento, sino que se reunían ‘bajo el signo de la más estrecha proximidad’” (Benzauqen de Araujo, 1994: 9). Leemos así en CGS “que fueron las semejanzas y no las diferencias económicas las que separaron a Portugal de España” (Freyre, 1985: 236).
La sociedad brasileña, en cambio, estaría dominada en su cotidianeidad por amplias “zonas de confraternización” en que ambas expresiones convivirían lado a lado, interactuando entre sí, aunque no siempre sin rasgos de despotismo, como sostiene Costa Lima. Pero entonces,
“No es que en el
brasileño subsistan, como en el anglo americano, dos mitades
enemigas: la blanca y la negra; el ex-amo y el ex-esclavo. De ninguna
manera. Constituimos dos mitades confraternizantes que se vienen
enriqueciendo mutuamente de valores y de experiencias diversas (…)”
(Freyre, 1985: 312).
Ahora bien, establecido este primer punto, podría pensarse que la interacción entre estas dos mitades confraternizantes, y la noción de equilibrio de Freyre, insinúan una disolución de aquellas particularidades, una superación del antagonismo, una síntesis al modo hegeliano. Sin embargo, como señala Terán, “en Casa Grande… no hay dialéctica, como no la hay en Nietzsche, si por ello se entiende el conflicto entre dos términos que se resuelve en una síntesis superadora” (Terán, 2001: 202). Tampoco, como el mismo Freyre apunta, refiriéndose al encuentro de aquellas dos mitades, “cuando nos completamos en un todo no será a costa del sacrificio de un elemento al otro” (Freyre, 1985: 312). Es decir, la contradicción no llega a su fin ni por un proceso de síntesis ni por la afirmación total de uno de estos dos polos. Por el contrario, el modelo de CGS es más bien sincrético. Como indica Terán, lo que prima en Freyre es la androginia; la figura del andrógino como metáfora de un escenario en el cual ambas fuerzas, en equilibrio, conviven manteniendo sus diferencias, sin disolverse en una totalidad mayor, pero al mismo tiempo sin llegar a ser absolutamente incompatibles, sin llegar a un punto en el que ya no pudiesen reconocerse una a la otra.
Sin embargo, aquel “equilibrio” del que habla Freyre en nada implica una igualación entre ambos términos de la contradicción; el equilibrio tan sólo asegura la continuidad del sistema, no resuelve el conflicto, no acaba con la asimetría inherente a la relación de poder entre señores y esclavos. El sincretismo, la mixtura, está siempre supeditado a esta relación de fuerzas. El ámbito de contacto entre ambas culturas nunca deja de ser la casa grande, espacio simbólico del señor. El amo nunca desciende hasta la senzala; son ciertos esclavos quienes en ocasiones se trasladan a ella, mientras una gran mayoría permanece ajenos a aquel otro mundo y consumidos por las necesidades productivas del sistema. Pero aún sobre esta base de profundas asimetrías, el intercambio sigue fluyendo en ambas direcciones, entrelazándose las dos culturas, aunque manteniendo cada una sus características individuales. El propio Benzaquen lo expresa, casi en clave poética, cuando sostiene:
“Esa concepción
implica, a mi juicio, una comprensión del mestizaje como un
proceso en el cual las propiedades singulares de cada uno de esos
pueblos no se disolverían para dar lugar a una nueva
figura, dotada de perfil propio, síntesis de diversas
características que se habrían fundido en su
composición. De esta manera, al contrario de lo que sucedería
en una percepción esencialmente cromática de la
«miscegenación», en la cual, por ejemplo, de la
mixtura del azul con el amarillo siempre resulta el verde, tenemos
una afirmación del mestizo como alguien que guarda un
indeleble recuerdo de las diferencias presentes en su
gestación” (Benzaquen de Araujo, 1994: 44).
La brasileña, como una cultura híbrida, o andrógina, para decirlo en términos de Terán, parece responder a esta misma lógica, en que las diferencias, en lugar de desaparecer, conviven reteniendo su propia identidad; o, para continuar con el ejemplo de Benzaquen, amarillo y azul subsistirían entrelazados, e incluso combinados, pero conservando cada uno sus “tonalidades originales”.
Como señala Benzaquen, el catolicismo ocupa un sitio central en este vívido y pintoresco fresco que compone Freyre en CGS. Esta devoción se convierte en una presencia ubicua en su descripción e interpretación de la sociedad de ingenio. Sin embargo, debemos reconocer, siguiendo al propio Benzaquen, que éste es “un catolicismo, si no herético, por lo menos muy poco ortodoxo (Benzaquen de Araujo, 1994: 77). Es un catolicismo que, lejos del rigor postridentino, paradigmáticamente representado en el intelectualismo jesuítico, abreva, por el contrario, en una religiosidad mística, pasional y vitalista. Es un catolicismo que tiene mucho de sincrético, pero que al mismo tiempo es también heredero de antiguas tradiciones cristianas, conservadas en la cultura popular portuguesa, y transmitidas por su intermedio al Brasil colonial. En definitiva, al igual que en el modelo de Benzaquen, subsisten en él ambas expresiones contrapuestas, aunque aquí, ciertamente, priman los elementos dionisíacos, que son precisamente los que le dan ese carácter tan singular.
Un rasgo central de aquella religiosidad brasileña, y que resulta fundamental en la visión que a este respecto se cultiva en CGS, radica precisamente en lo que Benzaquen de Araujo llama “una sensibilidad religiosa ampliamente permeable al imperio de las pasiones” (1994: 27); es decir, una sensibilidad que, frente a versiones más racionalistas, más intelectualistas, más disciplinadas, sublimes y abstractas (apolíneas) del cristianismo, promueve una visión (que hemos llamado dionisíaca) estrechamente ligada a la experiencia mística, al sentimiento, a lo práctico, en suma una rehabilitación de la pasión como valor humano, como experiencia que nos acerca a Cristo, al Dios hecho carne.
Freyre nos presenta un catolicismo en que priman las emociones y los sentimientos, por sobre lo excelso, la razón y la mesura; un catolicismo que se recuesta sobre la sensibilidad humana. Pero, como señala Benzaquen, esta “pasión”, que había sufrido en la Antigüedad el embate de los cultores de la razón, de socráticos y de estoicos, con el cristianismo “va a ser sometida a una profunda alteración por intermedio de su identificación con los sufrimientos, con la Pasión de Cristo” (Benzaquen de Araujo, 1994: 78). Es justamente en la comunión con ese Dios humano, con ese Cristo doliente, con el Cristo que es capaz de sufrir y de amar como un hombre, que es posible esa articulación sobre la que se erige aquella reivindicación de la pasión. Bien señala que
“El culto dominante
entre la mayoría católica era el masoquista,
sentimental, del Corazón de Jesús. Es común
entre los poetas el exhibicionismo de un corazón sufriente.
Nuestra literatura amorosa, tanto como la devocional y la mística,
está llena de corazones que sangran voluptuosamente, cuando no
están magullados, doloridos, heridos, amargados, lacerados, en
llamas, etc., etc.” (Freyre, 1985: 102).
Freyre nos indica entonces, a través de este análisis más bien estético, la preeminencia de las pasiones, de esta forma dionisíaca, emotiva y corporal, de entender el amor y la religión; que en este último caso se refleja en un Cristo ensangrentado y de llagas expuestas, más que en aquel otro Jesús, seráfico, lejano y majestuoso. Esta delimitación entre aquellas dos visiones (apolínea y dionisíaca) del cristianismo, puede a su vez trasladarse hacia dentro del propio catolicismo, como efectivamente ocurre en CGS, con la oposición entre jesuitas y franciscanos.
Anteriormente mencionábamos a los jesuitas como el reverso casi perfecto, dentro del catolicismo, de aquella religiosidad dionisíaca. Los padres de la Compañía, máximos representantes de aquella otra visión, predominante desde la Contrarreforma, ortodoxa y apolínea, racionalista y sublime, son, en CGS, los enemigos más tenaces del señor de ingenio, de su modelo social y de su moral vitalista; son el antagonista fundamental de esa identidad típicamente brasileña. Sólo su fracaso podía asegurar la pervivencia de ésta; y no es sino su ulterior y silencioso triunfo el que cava la fosa de ese Brasil patriarcal que el autor añora amargamente desde las páginas de Sobrados e Mucambos.12 De ellos nos dice:
“Bajo la influencia de
los padres de la Compañía de Jesús, la
colonización adquirió una orientación puritana
(...). Dio, mientras tanto, para sofocar mucha de la espontaneidad
nativa: a los cantos indígenas de tan agreste sabor,
sustituyeron los jesuitas otros, compuestos por ellos, secos y
mecánicos; cantos devotos sin alusión al amor, sólo
a la virtud y a los santos (…) acabaron con las danzas y los
festivales más impregnados de los instintos, de los intereses
y de la energía animal de la raza dominada, conservando
solamente una que otra gracia infantil. Procuraron destruir todo
cuanto fuese expresión viril de cultura artística o
religiosa que estuviera en desacuerdo con la moral católica y
con las convenciones europeas” (Freyre,
1985: 102).
Por lo menos a sus ojos los jesuitas vendrían a remplazar, con una espiritualidad abstracta e inasible, aquella religiosidad nativa, marcada por el vitalismo y el contacto con la naturaleza, y por un carácter intuitivo y profundamente sensorial.
No obstante, incluso dentro del mismo carisma jesuítico no dejaban de existir ciertos rasgos místicos, aunque fuese ésta una expresión subalterna, que morigeraba aquella abstracción e intelectualismo que normalmente los caracterizaba. El mismo Freyre (1985: 102) reconoce estos elementos en la prédica de Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, que estarían signados por un tono extático y una fuerte evocación a los sentidos, y que él identificaría con la “influencia suavizadora del África” y del islam. Esta atenuación, incluso en lo que había de más rígido, “puritano” y gótico dentro de la Iglesia americana, permitió que pudieran establecerse ciertos puntos de contacto (o “zonas de confraternización”) con la cultura indígena, que supieron ser muy bien explotados por los padres al servicio de la misión evangelizadora a que se encontraban abocados. Señala a este respecto que,
“El propio sistema
jesuítico, en lo que logró mayor éxito en el
Brasil de los primeros siglos, fue en la parte mística
devocional y festiva del culto católico. En la cristianización
del aborigen por medio de la música, del canto, de la
liturgia, de las procesiones, fiestas, danzas religiosas, misterios,
comedias; de la distribución de verónicas con Agnus
Dei, que los indios se colgaban al cuello, y de cordones, de cintas y
de rosarios; de la adoración de las reliquias de la Santa Cruz
y de cabezas de las Once Mil Vírgenes”
(Freyre, 1985: 75-76).
En efecto, fueron las expresiones más tangibles, místicas y festivas, como dice Freyre, del culto católico, que seguramente los jesuitas consideraran accesorias, las primeras nociones de cristianismo que lograron infiltrarse en la sensibilidad nativa. Pero no debemos limitarnos a entender este fenómeno como producto de una presunta dificultad del indígena por comprender la abstracción teológica de la prédica jesuítica. Por el contrario, lo que vemos en todas estas formas, cuya preeminencia va a ser un rasgo característico del catolicismo brasileño, no es tanto aquella presunta simplicidad, sino, más allá de ello, el papel de la pasión y de la experiencia sensorial como factor común a todas estas expresiones, y por tanto, elemento central de aquella religiosidad de ingenio. Pocos ejemplos como la rápida incorporación en el indio del hábito de la penitencia, que según nuestro autor, remitía a un “complejo de flagelación” que de hecho ya poseían, den cuenta de esta forma eminentemente corporal y pasional, de entender la religión. No por nada la música, de acuerdo a Nietzsche, el arte dionisíaco por excelencia,13 y paradigma de aquel desborde sensorial, desempeñaba un rol central en la prédica evangelizadora de la Iglesia colonial, y en el accionar de los jesuitas en particular.14
Aun así, tampoco debemos sobrestimar el peso de estos rasgos dentro del propio proyecto de la Compañía. De hecho, aquellas formas, que desempeñaban un papel destacado en el acercamiento de los nativos a las prácticas católicas, eran rápidamente desplazadas, dentro de las misiones jesuíticas, en la catequesis de los indios, por otras mucho más graves, más al tono con aquel modelo abstracto y sublime que mencionáramos en un principio. Es decir, aun cuando en CGS podemos entrever algunos elementos antagónicos dentro del propio accionar de los jesuitas, esta orden no deja de ser, incluso en el Brasil colonial, el representante más conspicuo, más destacado, dentro de la Iglesia católica, de aquel paradigma de religiosidad apolínea que tanto desagradaba a Freyre.
Si esto es así, si este rol de antagonistas es el papel que desempeñan los padres de la Compañía en CGS (y la animadversión que demuestra hacia ellos parece confirmarlo), entonces, en el extremo opuesto de esta dicotomía, siempre dentro de la fe católica, debemos ubicar a los franciscanos, que, como señala Benzaquen (1994: 77), cada vez “que aparecen en CGS, son saludados con algún comentario de naturaleza extremadamente positiva”. Para Freyre
“El misionero ideal
para un pueblo comunista en sus tendencias y rebelde a la enseñanza
intelectual, como lo es el indígena de América, sería
el franciscano. Por lo menos, el franciscano en teoría,
enemigo del intelectualismo, enemigo del mercantilismo, lírico
en su simplicidad, amigo de las artes manuales y de las pequeñas
industrias, y casi animista y totemista en su relación con la
naturaleza, con la vida animal y vegetal” (Freyre, 1985: 154).
Vemos así, en el franciscano, de acuerdo a las palabras del autor, una forma de sensibilidad que es muy distinta a la del jesuita. Mientras en estos últimos prima una búsqueda de lo sublime, de lo trascendente, de lo celeste, que toma un aspecto más bien intelectual y disciplinado y que parece desdeñar lo mundano, en el franciscano se verifica en cambio un espíritu práctico, una visión del mundo que, lejos del más mínimo menoscabo de lo terrenal, ubica al hombre dentro de la creación y no por encima de ella (la humilitas franciscana)15 y, por sobre todo, una forma de entender la vida espiritual que se recuesta sobre el terreno de las pasiones, de lo corporal y de los sentidos.
El mismo San Francisco, fundador de la orden seráfica, ardientemente devoto de la Pasión de Jesús, consagrado a la imitación radical de Cristo, y a la prédica del evangelio por el puro ejemplo, manifiesta en su vida espiritual una marcada tendencia hacia lo práctico y lo cotidiano, y un cariz místico y pasional, de acuerdo al cual lo divino se presenta siempre como una experiencia eminentemente corporal y sensorial. En verdad, esta espiritualidad franciscana es heredera, y probablemente la expresión más acabada, de una larga tradición mística que se remota a los albores del cristianismo, al evangelio de San Juan, a Pablo de Tarso, y a los primeros Padres de la Iglesia. Aunque en el caso de San Francisco hay una particular atención por la reivindicación de las pasiones en el terreno espiritual, ligada a la devoción por el Cristo sufriente de la Pasión, por el Cristo que es capaz de sentir, de padecer y de amar.
Esta rehabilitación del cuerpo como espacio sensorial abierto a la experiencia trascedente, y de la pasión como atributo humano que nos acerca a Cristo, se manifiesta en el mismo santo de Asís, en su propio cuerpo, a través de los estigmas, las visiones y los estados de éxtasis o iluminación. Estamos aquí, entonces, en presencia de una religiosidad muy alejada de aquel imperio de lo sublime y lo abstracto que habíamos visto en los jesuitas; una religiosidad más cercana a la figura dionisíaca del exceso, representada por la experiencia mística, que al disciplinamiento e intelectualismo, netamente apolíneos, que cultivaban los padres de la Compañía. De ahí, en gran medida, su predilección por los misioneros franciscanos, y su asimilación con aquel catolicismo brasileño.
Sin embargo, y a pesar de esta recuperación de la pasión en su dimensión espiritual, no dejan de existir enormes diferencias que, aún con todo, distinguen a esta religiosidad mística franciscana de aquel catolicismo dionisíaco descripto en CGS. Tal como señala Benzaquen,
“Como los frailes
preferidos de nuestro autor [los franciscanos] están lejos de
renegar del dogma del pecado original, transformando el sexo en una
fuente genuina de intimidad cristiana, esta evocación
acaba por revelarse incapaz de dar cuenta enteramente de aquella
singular y semi-herética versión del catolicismo que
(…) habitaba la casa-grande” (Benzauqen de Araujo, 1994:
79).
Como él mismo
indica, lo que caracteriza a esta religiosidad brasileña es la
particularidad de “incluir al pecado como parte integrante, y
fundamental, de la experiencia cristiana” (Benzaquen de Araujo,
1994: 76); pero no como la incorporación negativa de un vicio,
sino, a través de algunos pecados como la lujuria, con “un
significado eminentemente positivo,
convirtiéndose prácticamente en una virtud y
tornándose, entonces, en parte constitutiva y rigurosamente
legítima del credo católico de la casa-grande”
(Benzaquen de Araujo, 1994, 76-77).
Con toda certeza, muy difícilmente podemos encontrar, aun dentro de la vastedad de manifestaciones institucionalizadas de la fe cristiana, algo similar a esta noción virtuosa del pecado que describe Freyre. En este punto, nuestro catolicismo dionisíaco se distancia claramente, no sólo del franciscano, con todo lo que de místico y práctico hay en él, sino además de cualquier otra expresión oficial del cristianismo. De hecho, probablemente lo más cercano que encontramos, dentro del catolicismo, a esta concepción positiva del pecado sea la Félix culpa agustiniana,16 y sabemos de la distancia abismal que media entre ambas.
Esta incapacidad de dar cuenta enteramente de aquella espiritualidad aludiendo simplemente a sus raíces cristianas, es decir, pensándola como la radicalización de una tendencia ya existente en el seno del catolicismo, lleva a Benzaquen a reorientar sus indagaciones hacia la posible influencia de otras experiencias religiosas dentro de la casa grande. El influjo del animismo y totemismo nativo, pero, en particular, de la moral mahometana, que llega al Brasil por una doble vía, tanto a través del portugués como del esclavo, es en rigor una de las explicaciones favoritas del autor de Guerra e paz como así también del propio Freyre. Sin embargo, con este desplazamiento argumental, Benzaquen abandona algunas consideraciones, referentes a la integración de lo mundano y lo sublime en el ámbito de la espiritualidad, que él mismo había esbozado con anterioridad, y que nosotros consideramos un punto de partida muy interesante desde el cual podría pensarse una interpretación alternativa con respecto a este catolicismo de ingenio.
En Guerra e paz vemos un primer acercamiento a esta problemática en el análisis comparativo que traza el autor entre CGS y La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento de Mijaíl Bajtín (2003), un estudio dialógico basado en la obra de François Rabelais, que explora el universo plebeyo de la sociedad medieval en contraposición a la cultura oficial, seria y jerárquica del mundo aristocrático. Para Benzaquen, mucho de aquel ethos carnavalesco de que da cuenta Rabelais en su Gargantua y Pantagruel, “buena parte de las características que él le va a imputar a aquel universo popular (…), podrían perfectamente aplicarse a la casa grande, sólo que para designar, sobre todo, el comportamiento de los señores, de nuestra nobleza azucarera” (Benzaquen de Araujo, 1994: 69). Paradójicamente, estos mismos elementos de cultura popular europea descriptos por Bajtín, que escandalizaban a las clases altas del viejo mundo, en el Brasil de Freyre se veían reflejados en la aristocracia de ingenio.17 Pero lo que nos interesa aquí, por un lado, es cómo esta androginia en el modelo de sociedad planteado por Freyre permite la convivencia dentro de la casa grande de una identidad aristocrática, elevada, junto con este otro ethos carnavalesco, bajo y plebeyo; y por otro lado, también significativo para nosotros, el modo en que esta capacidad de responder a aquella dualidad ya estaba contenida a su vez dentro de la propia cultura popular renacentista, que a primera vista pareciera ser sólo exponente de un estilo anti-aristocrático.
El mismo Benzaquen destaca la ruptura, tanto en Freyre como en Rabelais, de aquella tradicional oposición que divide a la sociedad en un ámbito plebeyo, identificado con un estilo bajo y vulgar, y un ámbito de élite, caracterizado por una cultura grave y elevada. Lo que vemos en ambos casos es una cierta “ambigüedad”, que, tal como señala el autor de Guerra e paz, “rompe de forma irreconocible una separación y una distancia que caracterizaban, estilística y socialmente, la concepción más tradicional de la nobleza de Occidente” (Benzauqen de Araujo, 1994: 72). En cierta forma, la casa grande vendría a responder a aquel espíritu carnavalesco, que termina con esa dicotomía entre lo sublime y lo mundano, subvirtiendo las jerarquías, acercando lo alto y lo bajo (que se vuelven “elementos permutables”), y degradando a lo sublime, aunque remitiéndolo a un “inferior” que no tiene necesariamente una connotación negativa, puesto que como el mismo Bajtín señala,
“En el realismo
grotesco, la degradación de lo sublime no tiene un carácter
formal o relativo (…) Lo ‘alto’ es el cielo; lo
‘bajo’ es la tierra; la tierra es el principio de
absorción (la tumba y el vientre), y a la vez de nacimiento y
resurrección (el seno materno).
(…) Degradar significa entrar en comunión con la
vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos
genitales, y en consecuencia también con los actos como el
coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de
alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales. La
degradación cava la tumba corporal para dar lugar a un nuevo
nacimiento. De allí que no tenga exclusivamente un valor
negativo sino también positivo y regenerador: es ambivalente,
es a la vez negación y afirmación (…) Lo
‘inferior’ para el realismo grotesco es la tierra que da
vida y el seno carnal; lo inferior es siempre un comienzo”
(Bajtín, 2003: 21-22).
La razón por la cual nos interesa particularmente esta alusión a la obra rabelesiana en Guerra e paz es precisamente porque vemos allí una continuación de aquella referencia a la humilitas franciscana,18 que tendía a una atenuación de la oposición entre lo terrenal y lo celeste, lo mundano y lo sublime, y que en nuestro caso puede ofrecer una clave de lectura muy interesante de aquel catolicismo de la casa grande, que parece combinar lo sagrado y lo profano, la virtud y el pecado, por partes iguales. El propio Benzaquen señala que los franciscanos son “los principales representantes medievales de un movimiento que, inspirado en las tradiciones del primer cristianismo, se esfuerza por superar aquella antigua y ya citada distinción, de tenor eminentemente clásico, entre un estilo, un sermo sublimis o elevado y un sermo humilis, bajo y vulgar, distinción que, como se desprende de aquella breve alusión al libro de Bakhtin [sic.], fue preservada (…) durante la Edad Media” (Benzaquen de Araujo, 1994: 77-78). Es precisamente esa vocación por integrar a lo bajo, a lo plebeyo, a lo profano, en el ámbito de lo sublime, tan propia de la cultura popular renacentista, lo que lleva a Bajtín, aunque admitiendo “cierta exageración”, a calificar a la espiritualidad franciscana como un “catolicismo carnavalizado”.19
Habíamos señalado que, aun cuando este particular carisma franciscano nos acerca en muchos puntos a la religiosidad dionisíaca de la casa grande, la apelación a esta tradición mística, a esta forma de entender la espiritualidad (que tampoco es patrimonio exclusivo de la orden seráfica), no alcanza a dar cuenta enteramente, por sí misma, de esta particular acepción del catolicismo que nos describe Freyre. Sin embargo, nuestro interés en estas expresiones religiosas, en esta vocación por combinar humilitas y sublimitas20 (que filia a San Francisco en una tradición que hunde sus raíces en la antigüedad clásica, para atravesar toda la Edad Media, y adquirir en la cultura popular renacentista su forma más vistosa y conspicua), no tiene por objeto buscar en ésta una explicación mecánica e inmediata del caso brasileño, puesto que, como ya hemos señalado, el catolicismo de ingenio excede estos límites en más de un aspecto (por citar un caso, en la forma de entender el pecado). Lo que intentamos aquí es identificar una tradición alternativa con respecto al modo de concebir lo sagrado y lo profano, lo mundano y lo sublime, que excede los propios límites del cristianismo, y que en este caso sí puede ofrecernos un modelo interpretativo que nos acerque a una comprensión más acabada de este catolicismo dionisíaco.
Ahora bien, esta línea de análisis que hemos desarrollado hasta ahora ya había sido esbozada, aunque de forma un tanto embrionaria y confusa, en el libro de Benzaquen. De hecho, él introduce en unas pocas páginas los conceptos fundamentales sobre los que hemos cimentado nuestro abordaje del catolicismo brasileño: la preminencia de la “pasiones” y este aparente acercamiento entre lo sacro y lo profano, aunque en este último caso de forma bastante más asistemática. Sin embargo, en este punto el autor de Guerra e paz parece ver agotada esta vía, y volver hacia interpretaciones más tradicionales, ciñéndose demasiado a Freyre, y apelando a la moral mahometana y otras influencias exógenas. Aun así, Benzaquen deja más latente que nunca aquella línea de análisis, que él mismo no se decide a transitar, cuando señala que en CGS lidiamos con un “catolicismo de fiesta, de guerra, de sexo, en fin, para hablar como Bataille, de transgresión y no de prohibición” (Benzauqen de Araujo, 1994: 77). Precisamente, esta mención a Bataille, que es prácticamente la única que hace Benzaquen en todo el texto,21 y dicha casi al pasar, aporta la clave definitiva que nos permite encuadrar estas primeras aproximaciones y entender cabalmente cómo funciona esta espiritualidad dionisíaca descripta en CGS.
Los conceptos de prohibición y transgresión en la obra de Bataille resultan fundamentales. Para él la fundación de todo orden social necesariamente requiere la expulsión radical de determinados objetos, conductas, o procesos, que son alejados del conjunto de la comunidad, constituyéndose en un otro distinto de ella. Las prohibiciones marcan este límite de lo socialmente aceptado. Sin embargo, estos elementos nunca pueden ser erradicados del todo. El homicidio, por ejemplo, es un caso paradigmático de prohibición, de la prohibición de matar. No obstante, esto no impide el desarrollo de la guerra y las artes militares, o incluso de que esta acción de dar muerte cumpla una función social relevante, e incluso central, en determinadas comunidades. Allí es donde surge la transgresión como un complemento necesario de la prohibición.
Ahora bien, este doble mecanismo responde a una naturaleza eminentemente trascendente. Es decir, aquello que es objeto de prohibición necesariamente reviste un carácter sagrado (para seguir con nuestro ejemplo, la prohibición de matar da cuenta del carácter sacro de la vida). Por otro lado, la transgresión, aunque aparentemente parte del universo de lo profano, en realidad lo excede y adquiere también una connotación divina, por lo menos en el mundo pre-cristiano. El catolicismo en cambio intenta limitar la transgresión, retenerla en el compartimento de lo profano, negarle su carácter sacro. A esto se refiere Benzaquen cuando define al catolicismo de la casa grande, en contraposición al ortodoxo, al convencional, como un catolicismo “de transgresión y no de prohibición”, una versión semi-herética en la cual el pecado (la transgresión) adquiere una connotación positiva, e incluso sagrada. Pero a su vez, esta visión particular con respecto a la transgresión nos remite nuevamente a un aspecto ya largamente desarrollado por nosotros: la definición entre el campo de lo sagrado, de lo sublime y el de lo profano, lo mundano, lo terrenal.
Bataille sostiene que con el cristianismo se produce una profunda transformación en torno a la categoría de lo sagrado, que adquiere una significación totalmente distinta de la que le había conferido el paganismo. De hecho, mientras en el mundo precristiano lo sagrado no excluía al mal y a lo impuro de su seno, la tradición judeocristiana rechaza estos elementos y asimila a lo divino, no ya sólo con una naturaleza trascendente en su sentido más amplio (que no repara en las formas del bien y del mal, ni de lo puro y lo impuro; como ocurre con la connotación sacra que adquieren “las tripas”, como portadoras de vida, en la obra rabelesiana22), sino más bien como un sinónimo de bondad y pureza, que ya no incluye la transgresión (el pecado) como un mecanismo de acceso al universo de lo sagrado. Según Bataille,
“En el estadío
pagano de la religión, la transgresión fundaba lo
sagrado, cuyos aspectos impuros no eran menos sagrados que los puros.
Lo puro y lo impuro componían el conjunto de la esfera
sagrada. El cristianismo rechazó la impureza (…) Pero
definió a su manera los límites del mundo sagrado; y en
esta definición nueva, la impureza, la mancilla, la
culpabilidad, eran expulsados fuera de esos límites. A partir
de entonces lo sagrado impuro quedó remitido al mundo profano.
En el mundo sagrado del cristianismo, no pudo subsistir nada que
confesase claramente el carácter fundamental del pecado, de la
transgresión” (Bataille, 2005: 127).
La transgresión, el pecado en el mundo cristiano, pierde todo carácter divino y se convierte en sinónimo de impureza. Lo sagrado adquiere así un carácter sublime netamente apolíneo y claramente delimitado por el imperio de las prohibiciones. Sin embargo, como hemos visto, mucho de aquel sustrato pagano pervive en ciertas expresiones populares y místicas del catolicismo, para adquirir luego dimensiones impensadas en el contexto de la casa grande, al calor del privatismo y la miscibilidad23 que caracterizan a la sociedad de ingenio, y de los influjos de la moral islámica y nativa, que tanto interesan a Freyre.
En CGS impera una visión de lo sagrado mucho más cercana a su acepción pagana, y en cierto sentido, volviendo sobre Bajtín, carnavalesca. De hecho, en las fiestas de iglesia del Brasil patriarcal, en las procesiones y celebraciones de los días sagrados, las imágenes de los santos y los ángeles, de María y de Cristo, se entremezclan junto con viejas alegorías totémicas, animistas y fálicas, entre otros símbolos paganos, siendo testigos de danzas o de representaciones teatrales en las que el dolor, la guerra y la muerte, pero sobre todo, el erotismo y la sensualidad, juegan un rol preponderante. En verdad, estos rasgos ya habían sido advertidos por Freyre como un legado del catolicismo popular portugués,
“Un suave cristianismo
lírico con muchas reminiscencias fálicas y animistas de
las religiones paganas: los santos y los ángeles a los que
sólo faltaba tornarse de carne y bajar de los altares en los
días de fiesta para divertirse con el pueblo; los bueyes
entrando en las iglesias para ser bendecidos por los curas; (….)
las mujeres estériles con las polleras levantadas refregándose
en las piernas de San Gonzalo de Amarante; los maridos cavilosos de
infidelidad conyugal yendo a interrogar a los «peñascos
del casamiento». Nuestra Señora de la O, adorada en la
imagen de una mujer grávida”.24
En estas descripciones, que, como plantea Freyre, se demuestran válidas tanto para aquella religiosidad baja del Portugal rural como también para el Brasil patriarcal, vemos una notable intromisión de muchos de aquellos elementos “impuros” que, según Bataille, el cristianismo más ortodoxo se había esforzado por desalojar de la esfera de lo sagrado. El deseo, la corporalidad, en contraposición a la esencia transcendente del hombre, la obscenidad, pero, particularmente, la sexualidad y el erotismo (Freyre, 1985: 240-243), es decir, el ejercicio de la genitalidad, son exaltados como atributos sagrados, “como una fuente genuina de intimidad cristiana”, para citar nuevamente a Benzaquen (1994: 79). Una vez más, al igual que ocurre con las “tripas” en Rabelais, lo impuro encuentra su remisión en su carácter de portador de vida, en su potencial genésico.
Freyre da cuenta extensamente de esta inclusión del erotismo dentro de la religiosidad de ingenio y nuevamente filia este carácter, a través de la tradición popular portuguesa, con el influjo islámico y las supervivencias del paganismo:
“De las religiones
paganas, pero también de la de Mahoma, conservó [el
catolicismo portugués], como ningún otro cristianismo
de Europa, el amor por la carne. Cristianismo en el que el Niño
Dios se identificó con Cupido, y la Virgen María y los
Santos con los intereses de procreación, de generación
y de amor más que con los de castidad y ascetismo. (…)
Los azulejos, de dibujos asexuales entre los mahometanos, se animaron
de formas casi afrodisíacas en los claustros de los conventos
y en los zócalos de las sacristías; de figuras
desnudas, de Niño-Dios en quien las monjas adoraban muchas
veces al dios pagano del amor de preferencia al cuitado y lleno de
heridas, que murió en la cruz” (Freyre, 1985: 220-221).
Este catolicismo de ingenio, que entromete a la sexualidad en el territorio de lo divino, que asume características de culto fálico, que otorga a los santos propiedades afrodisíacas y los hace patrones del amor humano, que se deleita con representaciones “obscenas” de la genitalidad humana,25 que hace de las fechas litúrgicas ocasión de fiestas carnavalescas, casi bacanales, en que prima la sensualidad de las danzas y las comedias eróticas, este catolicismo dionisíaco da cuenta de una forma de entender el amor, el amor terrenal, que nos remite nuevamente a nuestra vieja distinción entre lo humilde y lo sublime, la definición entre la esfera de lo sagrado y el universo de lo profano. En CGS el amor mundano alcanza una dimensión trascendente, no sólo por las connotaciones sacras que reviste la unión entre el hombre y la mujer en tanto acto reproductivo, sino sobre todo por medio de la identificación de ese amor profano con el amor divino, con el amor a Dios, la caritas cristiana. Una vez más, en el caso brasileño los límites que impone aquel imperio de las prohibiciones del que nos habla Bataille se vuelven mucho más lábiles, uniéndose lo humilde y lo sublime en una amalgama indiscernible.
Esta distinción entre el amor profano y el sagrado es un ejemplo arquetípico de cómo funciona aquel mecanismo de prohibición y transgresión, y de la tensión que subyace en la demarcación estricta entre el campo de lo impuro-mundano y el de lo puro-divino. En principio, el amor reviste para el cristianismo una valoración eminentemente positiva y por su asociación con el “amor a Dios” y el “amor de Cristo” una connotación decididamente sagrada. Sin embargo, al mismo tiempo, y aun cuando para el catolicismo “el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana” (Benedicto XVI, 2005), ese amor divino convive con otra acepción mucho más humilde, que es la que designa al amor entre el hombre y la mujer, es decir, un amor que ya no tiene por objeto a Dios, sino al hombre mismo. Llegado este punto, y ya con las primeras traducciones del Antiguo Testamento, el concepto sufre una escisión dentro de la tradición cristiana: de un lado el amor mundano, representado por el término griego eros, y del otro lado “el agapé, como denominación del amor fundado en la fe y plasmado por ella” (Benedicto XVI, 2005).
El eros vendría a ser algo así como un “amor dionisíaco”, es decir, una versión signada por la corporalidad, el exceso, la transgresión y las pasiones, al que el paganismo otorga un carácter sacro que el cristianismo se rehúsa a concederle abiertamente. En este sentido se expresa el papa Benedicto XVI, en su encíclica Deus Caritas est, cuando señala que
“Los griegos —sin
duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina » que
prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la
limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por
una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta.
En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los
cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución
«sagrada» que se daba en muchos templos. El eros se
celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la
divinidad” (Benedicto XVI, 2005).
Precisamente a esto último, a esta concepción de la transgresión, del pecado (en este caso, la lujuria, el erotismo), entendida como un acceso al mundo trascendente, se refiere Benzaquen cuando habla de la religiosidad de la casa grande con los mismos términos que empleara Bataille (2005) para describir la espiritualidad extática de las sociedades precristianas. Al igual que en el caso griego, el catolicismo de ingenio incluye al eros como una forma de comunión con la divinidad, al sexo como “una fuente genuina de intimidad cristiana”. Así, la religiosidad dionisíaca brasileña se distancia totalmente del catolicismo ortodoxo, que, aunque no puede rechazar del todo al eros, en tanto expresión de amor, lo limita, lo confina, “lo envenena”, dice Nietzsche, intenta dirigirlo y administrarlo, como también intenta Benedicto:
“El eros ebrio e
indisciplinado no es elevación, « éxtasis »
hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre.
Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y
purificación para dar al hombre, no el placer de un instante,
sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto
de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser”
(Benedicto XVI, 2005).
Ahora bien, esta exaltación del eros como experiencia trascendente, que distancia aún más al catolicismo de la casa grande de aquel otro, oficial y ortodoxo, representado en la dignidad papal, da cuenta una vez más de aquella delimitación estricta que establece el cristianismo entre el universo de lo puro-divino y el de lo impuro-profano, sobre la que funda sus prohibiciones y su repugnancia ante la transgresión. Sin embargo, en el contexto de la casa grande opera otra reconfiguración del espacio de lo sagrado, que no tiene que ver en este caso con el rechazo de la asociación de lo puro con lo divino, sino más bien con un cierto debilitamiento de las barreras que dividirían a lo mundano, a la experiencia cotidiana, del mundo trascendente. Es decir, no sólo se trata ya de una incorporación de lo impuro al ámbito sagrado, sino de una suerte de “familiarización”, de “privatización” del culto, en el que todo el universo cristiano parecería reducirse al ámbito de lo familiar.
En CGS podemos descubrir decenas de ejemplos que ilustran esta subsunción de la religión dentro del universo de lo cotidiano, de lo mundano. Un caso notable es el culto a los parientes muertos:
“Los muertos
continuaban bajo el mismo techo que los vivos. Entre los santos y las
flores de devoción. Al fin y al cabo, santos y muertos
formaban parte de la familia (…) En los santuarios de muchas
casas-grandes se conservaban sus retratos entre las imágenes
de los santos con derechos a la misma luz votiva de las lamparillas
de aceite y a las mismas flores de devoción. Allí
también solían colocarse las trenzas de las señoras,
los rizos de los niños que morían de angelitos”
(Freyre, 1985: 12-13).
Ocurre entonces una flagrante intromisión de lo estrictamente privado, de la realidad familiar, en el ámbito sacro de la religión. Ya no opera aquí aquella barrera que separaba a lo divino, a lo trascendente, de la vida terrenal, de la cotidianeidad. Por el contrario, la propia familia encontraría aquí un modelo virtuoso con el que identificarse, equiparando con llamativo desenfado al muerto con el santo, a la madre con María, al padre con José y al hijo con el Niño Dios, logrando así un nivel impensado de intimidad con lo divino:
“En las canciones de
cuna portuguesas y brasileñas las madres no vacilaban jamás
en hacer de sus hijitos unos hermanitos menores de Jesús, con
idénticos derechos a los cuidados de María, a los
desvelos de José, a las ñoñerías de
abuela de Santa Ana” (Freyre, 1985: 12).
Asimismo, esta familiaridad en relación con lo sublime se manifiesta, aún con mayor nitidez, en la devoción por los santos. De hecho, eran objeto de un trato tan cotidiano e informal que, como se señala en CGS, podría decirse que casi pasaban a formar parte de la familia, de la vida privada de la casa:
“En el patriarcalismo
brasileño, más aún que en el portugués,
nunca dejó de existir una perfecta intimidad con los santos.
Al niño Jesús sólo le faltaba gatear con los
niños de la casa, embadurnarse de jalea de arazá o de
guayaba, jugar con los muleques” (Freyre, 1985: 13).
Mucho de aquel carácter familiar y hogareño de la religiosidad católica brasileña se expresa en esta abierta confraternización con los santos. Como apunta Freyre, éstos desempeñaban toda clase de funciones preventivas y eran invocados por las causas más fútiles y hasta ridículas: se les “confiaba la guarda de las terrinas de dulce y de jalea contra las hormigas” (1985: 12), se les pedía que protegieran la casa en oraciones escritas en papeles pegados en paredes y ventanas, se les concedían todo tipo de atributos, asociándolos con una etapa de la vida hogareña, y se les encomendaban en sus cánticos tareas domésticas, como la de “mecer la cuna o la hamaca de la criatura” (1985: 12), a San José, la de “acunar en sus brazos a los niñitos” (1985: 12), a Santa Ana, o la de dar cuenta de los objetos perdidos, ya fuera un dedal, una tijera o una monedita, a San Antonio (1985: 13). Incluso llegaban a existir intimidades obscenas, como en el caso de este último y de San Gonzalo de Amarante (1985: 221). Más aún, solían ser objeto de burlas o bromas, como sucedía a San Pedro, de quien, cuando llueve en su noche, se dice que “es meado” (1985: 257, nota 70), de amenazas, como ocurría con San Juan Bautista, o de blasfemias, como los juramentos por los penthelos da Virgem. Pero incluso estas maldiciones no son otra cosa que una expresión de aquel “vocabulario de plaza pública” de que habla Bajtín, luego retomado por Benzaquen, que da cuenta de la mentada unión entre lo más alto y lo más bajo, y que en este caso en particular ilustra una notable familiaridad del devoto en su forma de relacionarse con lo divino.26
Pero, en gran medida, esta reducción de la religiosidad de la casa grande al ámbito estrictamente doméstico es producto de la propias características del modelo social brasileño, que fue perfilándose cada vez con más fuerza recostado sobre el mundo privado del ingenio y de la familia patriarcal, en detrimento del ámbito público, de la sociedad civil, del desarrollo de grandes ciudades mercantiles y financieras, como las que imperaban en Europa, y que en Brasil nunca llegaron a consumarse a tal escala. En este mundo patriarcal, dominado por la iniciativa particular y la propiedad privada, “la casa grande venció a la Iglesia”, pero no sólo en cuanto a la disputa (en particular con los jesuitas) por el control de las tierras y la población nativa, sino, sobre todo, doblegando su independencia, recortando su autonomía, fagocitándola, capturándola dentro de sí misma, subsumiéndola a la autoridad patriarcal, reduciendo la capilla a mera “excrecencia de la casa-grande”. Así, “la iglesia que actúa en la formación brasileña, articulándola, no es la catedral con su obispo a donde van a quejarse los desengañados de la justicia secular; ni la iglesia aislada y sola, o de monasterio o abadía (…), es la capilla de ingenio” (Freyre, 1985: 196). Transformado así el templo en espacio doméstico, y los clérigos en miembros de la familia, en meros vicarios espirituales del dueño de casa, y resentida en buena medida aquella naturaleza jerárquica, unívoca y vertical, que usualmente actuaba como resguardo de la ortodoxia de Roma, poco hacía falta para que las barreras que separaban a lo alto de lo bajo, a lo excelso de lo mundano, terminaran por derrumbarse, tiñéndose toda experiencia cotidiana de un tono sacro, y perdiendo lo sublime su gravedad característica, aquella distancia majestuosa.
En definitiva, apelamos a tres grandes claves interpretativas en nuestro abordaje del catolicismo de ingenio: la “reivindicación de las pasiones” como atributo que lo distancia de formas más intelectuales y disciplinadas de entender el cristianismo, el espíritu de transgresión (en oposición al predominio de las prohibiciones) como expresión de una forma de entender lo divino que aúna a lo puro y a lo impuro (o también, al bien y al mal) y finalmente la inmersión de lo sublime en el ámbito cotidiano como exponente del carácter privado y familiar con que se vive la religión en la casa grande. Estos son precisamente los núcleos centrales que hacen a aquella singularidad del catolicismo brasileño nordestino, que lo distancian de la ortodoxia apolínea, pero, sobre todo, que le confieren lo que nosotros hemos llamado su carácter dionisíaco.
A lo largo de este estudio hemos realizado un somero recorrido por CGS, obra cumbre de Gilberto Freyre, a través de dos elementos fundamentales: la categoría de lo dionisíaco y su antagonismo con lo apolíneo, en la descripción de la sociedad brasileña, y el papel del catolicismo, y de la religiosidad en general, dentro de aquel modelo. Luego de un primer apartado en que creímos necesario dar cuenta de esta antinomia apolíneo-dionisíaco en términos generales y tomando una extensión mayor de su obra, pasamos en un segundo momento a un análisis directo del catolicismo de la casa grande, tomando como referencia fundamental a lo dionisíaco como expresión más acabada de aquella singularidad brasileña que diferencia a esta espiritualidad de ingenio del cristianismo ortodoxo, netamente apolíneo. En este punto, ambos elementos se aúnan, y el modelo representado por Dioniso nos brinda el marco fundamental en el que se desarrolla esta indagación sobre el objeto central de nuestro estudio: una particular versión semi-herética del catolicismo que el autor nos presenta como uno de los rasgos más conspicuos de la cultura de la casa grande, y que nosotros hemos asimilado con el dios helénico.
Ahora bien, esta particular forma de ejercer la espiritualidad y de entender la religión no es, como hemos visto, un aspecto aislado, una arista más en la poliédrica naturaleza de la sociedad brasileña. Muy por el contrario, es una pieza clave de este modelo, un basamento fundamental sobre la que se asienta toda esta estructura, incluyendo la propia interpretación de Freyre, y el modo en el que lo expresa en CGS. No casualmente, señalamos en más de una ocasión al desborde, al exceso, a la transgresión, como atributos centrales del espíritu dionisíaco, y componente fundamental de la religiosidad de la casa grande, y de su concepción moral. Es precisamente ésta la condición que permite la concreción del modelo de sociabilidad que vemos en el Brasil patriarcal, y que lo diferencia de otras sociedades esclavistas, como la norteamericana. Es ese espíritu desbordante, esa moral laxa, esa facilidad para dar por tierra con los límites y las prohibiciones, lo que da sustento a las “zonas de confraternización” a través de las cuales se atenúan los antagonismos sociales, encontrándose el blanco con el negro, la casa grande y la senzala. Tal como dice Nietzsche:
“Bajo la magia de
Dioniso no sólo se renueva la alianza entre los humanos:
también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada, celebra
su fiesta de reconciliación con su hijo pródigo, el
hombre (…) Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan
rotas las rígidas, hostiles delimitaciones, que la necesidad,
la arbitrariedad o la «moda insolente» han
establecido entre los hombres” (Nietzsche, 1995: 52).
Pero aquí no se trata sólo de la magia de Dioniso. Fue el catolicismo, en su particular acepción brasileña, lo que termina de acercar al negro con el blanco. Como señala nuestro autor, “la religión se transformó en el punto de contacto entre las dos culturas, la del amo y la del negro” (Freyre, 1985: 329). De hecho, es bajo la figura de la familia patriarcal cristiana, al calor de una fe que reconocía al esclavo como hombre y no ya como bestia, pero quitándole toda identidad de origen que no cuadrase en el universo simbólico de su nuevo amo-padre, que se filtra el elemento negro en la cultura de la casa grande, haciéndose posible ese “equilibrio” de antagonismos sobre el que se estructura su obra. Él mismo da cuenta de ello explícitamente cuando señala:
“Se estableció
entre nosotros una profunda confraternización de valores y
sentimientos. Confraternización que difícilmente se
habría realizado si otro tipo de cristianismo hubiese dominado
en la formación social del Brasil: un tipo más
clerical, más acético, más ortodoxo; calvinista
o rígidamente católico; diferente de la religión
dulce, doméstica que (…) presidió el desarrollo
social brasileño. Fue el cristianismo doméstico,
lírico, y festivo, de santos compadres y de santas comadres de
los hombres, de Nuestras Señoras madrinas de los niños,
el que creó en los negros las primeras vinculaciones
espirituales morales y estéticas con la familia y la cultura
brasileñas” (Freyre, 1985: 328).
En un pequeño mundo plagado de antagonismos, que hemos explorado a través de la oposición entre Apolo y Dioniso, y que encuentra su contrapunto fundamental en la relación amo-esclavo, este cristianismo dionisíaco nos ofrece justamente “la zona de confraternización” privilegiada que hace posible esta mixtura, esa resolución no cromática del conflicto que el autor nos plantea. Es decir, como señala Terán siguiendo a Costa Lima, “ese lujo de antagonismos crispado por excesos climáticos no llega a una confrontación disolvente porque existe un elemento componedor que es el catolicismo” (Terán, 2001: 204). Sin embargo, podemos considerar ésta una resolución del conflicto sólo si por ello entendemos al modo de asegurar la preservación del orden social establecido; porque lo que en todo caso decide no ver Freyre es que en tanto subsisten los antagonismos, en tanto subsisten ambas mitades, amos y esclavos, confraternizantes o no, subsiste la desigualdad inherente al sistema, una desigualdad que es insalvable y que se cristaliza en un “equilibrio” que sólo garantiza la estabilidad del propio modelo esclavista. No obstante, si ese modelo de antagonismos puede realmente funcionar es porque opera en él aquel catolicismo de carácter dionisíaco que permite un encuentro entre ambas culturas, viciado de una profunda desigualdad y no exento de despotismo, pero encuentro al fin.
1 Con respecto a las singularidades del patriarcalismo brasileño y la interpretación freyreana del mismo, véase Genovese, 1988: 76 y ss.
2 Nos referimos a su “dimensión literaria” tanto en cuanto a los aspectos formales de su obra, que dan cuenta de una profunda búsqueda estética, como así también por su tendencia autobiográfica y la apelación a memorias íntimas y consideraciones abiertamente subjetivas.
3 Dice, en efecto, Ribeiro de Freyre: “es siempre el escritor, el estilista, quien dirige lo escrito”; y más adelante, luego de haber elogiado extensamente sus virtudes literarias, señala: “¡Pero cuidado! Algún precio deberá pagarse de tantas ventajas. El principal es, tal vez, la necesidad de que el lector permanezca de pie ahí atrás, prevenido. Son incontables las veces en que el antropólogo se deja arrastrar por el novelista, siendo necesario por eso mismo leer y releer, atento tanto al placer literario como a los saberes dudosos, vendidos como buena ciencia” (Ribeiro, 1985: XII y XV).
4 Con el concepto de “privatismo” nos referimos a la atenuación en la dimensión y función pública o comunitaria que asumen los fenómenos religiosos, en virtud de una subsunción de éstos dentro de la esfera privada, patrimonial, patriarcal, de la casa grande.
5 Lo “trópical” es un concepto central en la obra de Freyre y se asocia estrechamente con otras características de lo dionisíaco como el exceso o la desmesura. Asimismo, la apelación a lo tropical tiene en Gilberto un impacto directo en cuanto a su modelo de análisis social, que está signado por un determinismo climático muy marcado. Sin embargo, en su caso, se trata de una inversión de las teorías climáticas europeas, que tenían por objeto “una afirmación de la superioridad de Europa, dotada de un clima templado, sobre las demás regiones, justificando la mantención (…) de la dominación colonial de las sociedades extra-europeas”. La reivindicación del trópico, y de los conceptos asociados a él, forma parte de un discurso de la diferencia que resignifica los estereotipos europeos y los reincorpora al discurso nacional como núcleo de positividad, incluso desde el propio estilo literario. Véase Ventura, 1986: 137 y ss.
6 Freyre hace un uso muy intenso, sobre todo en sus obras más tempranas, de los términos “lírico” y “lirismo”, empleándolos siempre como componentes de una isotopía semántica a la que tributan conceptos como los de exceso, trópico, desmesura o miscibilidad. Es decir, cuando alude a lo lírico lo hace invariablemente dentro del polo dionisíaco de su análisis antagónico. Sin embargo, el concepto no deja de resultar inevitablemente ambiguo, en tanto Freyre nunca aclara el significado que le atribuye al término y que en él sobrepasa la definición clásica, que tan sólo refiere a la identificación con los sentimientos y las emociones propias de lo poesía lírica, lo cual en tal caso podría eventualmente trazar un contrapunto con la razón apolínea.
7 En el caso de Benzaquen de Araujo, dice en su prólogo Costa Lima, hablando de la visión del catolicismo en CGS, y parafraseando al mismo Benzaquen: “Tratase pues de una concepción religiosa marcada por la vitalidad y por un Cristo más o menos dionisíaco” (Benzaquen de Araujo, 1994: 10 y 82). En cuanto a Terán, cuando menciona el carácter componedor del cristianismo en la obra de Freyre, también se detiene en aclarar que no se trata de un catolicismo convencional, sino de un “catolicismo vitalista y dionisíaco” (Terán, 2001: 204).
8 Burke menciona las anotaciones al margen que dejó Gilberto en su copia de Humano, demasiado humano de Nietzsche (Burke, P. y Pallares de Burke, M. L., 2008: 30), y más adelante señala: “Freyre no conocía el idioma tan bien, por lo menos hasta entonces, como para leer textos alemanes en su lengua original, pero había leído a Nietzsche en traducciones francesas” (2008: 37).
9 Dice Freyre, hablando de los bailes de los indios: “Danzas casi meramente dramáticas. Apolíneos, diría Ruth Benedict, en oposición a los dionisíacos. Este contraste puede observarse en los xangós afrobrasileños, ruidosos y exuberantes, casi sin ninguna represión de impulsos individuales, sin la impasibilidad de las ceremonias indígenas” (Freyre, 1985: 273).
10 Dice Freyre: “Lo que parece haber de contradictorio en mí, al ser ya apolíneo, ya dionisíaco, ya lírico, ya dramático, ya sensual, ya místico, ya aristócrata, ya plebeyo - creo que nunca convencionalmente burgués -, considero que es una de las características de mis modos de ser, de vivir, de convivir, de escribir, de investigar, de pensar, de pintar, de ser alegre, de ser triste, de ser solo, de ser gregario, de ser europeo, de ser extraeuropeo, de lo que me liga a las raíces ibéricas o hispánicas (de lo cual no me desprendo) y de lo que me aleja de ellas” (Montezuma de Carvalho, 1974).
11 Dice Freyre de los portugueses: “Lo que se advierte en todo ese exceso de antagonismos son las dos culturas, la europea y la mahometana, la dinámica y la fatalista, encontrándose en el portugués, haciendo de él, de su vida, de su moral, de su economía, de su arte, un régimen de influencias que se alternan, se equilibran o se hostigan. Al tener en cuenta tales antagonismos de cultura, la flexibilidad, la indecisión, el equilibrio o la desarmonía resultante de ellos, es que bien se comprende el especialísimo carácter que cobró la colonización del Brasil, la formación sui generis de la sociedad brasileña, igualmente equilibrada en sus comienzos, y aún hoy, sobre antagonismos (Freyre, 1985: 32).
12 Para Freyre la decadencia final del sistema patriarcal brasileño está estrechamente ligada al avance de un pensamiento disciplinado, modernizante, urbano, racionalista, que él directamente asocia con la influencia jesuítica y que imprime al Brasil “una atmósfera de seriedad y rigor”, que afecta desde la forma de vestir hasta la arquitectura (Benzaquen de Araujo, 2001: 196). Pero, como señala Jorge Troisi Melean (2008: 308): “Si en Casa Grande…, la presencia inquietante del jesuita amenazaba desde afuera con su austeridad, el delicado ‘equilibrio de antagonismos’ establecido por el sistema patriarcal, en Sobrados e Mucambos el ataque se establecería desde el interior mismo de la casa del patriarca: los propios jesuitas educarían en la moderna cultura occidental a sus hijos”.
13 “Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una antítesis enorme en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, arte apolíneo, y el arte no escultórico de la música, que es el arte de Dioniso: esos dos instintos” (Nietzsche, 1995: 40).
14 Señala Freyre, que “los jesuitas (…) no coleccionaban literatura de los aborígenes, pero se sirvieron de su música y su danza para atraerlos al cristianismo” (Freyre, 1985: 161), y que “el padre Nóbrega llegaba a opinar que, por medio de la música, conseguiría llevar a la grey católica, todo cuanto fuera indio desnudo de las selvas de América” (1985: 160), lo cual le valiera el mote de “segundo Orfeo” que le aplica Varnhagen.
15 Este principio explica la particular relación del franciscano con la naturaleza, que Freyre llama “casi animista y totemista”, y que en San Francisco remite al “sermón a las aves” y especialmente al Cántico de las criaturas.
16 Este concepto de San Agustín alude al pecado original como una “caída afortunada”, pues ella determina la posterior venida del Redentor. Podría pensarse como una suerte de “incorporación positiva del pecado”, aunque de tenor totalmente distinto a la descripta por Freyre.
17 Benzaquen analiza dos casos puntuales en que explora estas similitudes: en el uso del lenguaje, que, tanto en Freyre como en Rabelais, respondía más bien a un habla baja, que Bajtín llama “vocabulario de plaza pública” (Benzaquen de Araujo, 1994: 70-71), como así también en una noción del cuerpo y de la belleza, común a ambos, que se revela al apolíneo “principio de individuación” y se presenta más bien como un modelo dionisíaco, opuesto a los cánones clásicos (1994: 69-70).
18 Para una profundización en el carácter de la humilitas franciscana véase: Auerbach, 1996: 156 y ss.
19 Según Bajtín: “No es una casualidad que San Francisco se designara a sí mismo en sus obras con el nombre de «juglar del Señor» (ioculatores Domini). Su original concepción del mundo con su «alegría espiritual» (laetitia spiritualis), su bendición del principio material y corporal, y sus degradaciones y profanaciones características, puede ser calificada (no sin cierta exageración) de catolicismo carnavalizado” (Bajtín, 2003: 50).
20 Con respecto a la distinción humilitas-sublimitas véase: Auerbach, 1996: 146 y ss.
21 Además de la ya referida, Benzaquen menciona a Bataille en otras dos oportunidades: en una cita al pie (p. 69), en la que recomienda una comparación con Bajtín, y en la introducción, donde simplemente lo menciona entre los miembros del Colegio de Sociología de Francia (p 22).
22 “Así, dentro de la idea de las tripas el grotesco anuda indisolublemente la vida, la muerte, el nacimiento, las necesidades naturales y el alimento; es el centro de la topografía corporal en la que lo alto y lo bajo son elementos permutables” (Bajtín, 2003: 133).
23 La apelación al concepto de miscibilidad es recurrente en Freyre y característica de su interpretación sincrética del Brasil. En rigor, el término proviene de la química y refiere a la propiedad que poseen ciertas sustancias para mezclarse entre sí formando una solución, pero, a diferencia del concepto de solubilidad, sin implicar ello una transformación de sus componentes y manteniendo ambos sus características y propiedades originales. La miscibilidad da cuenta de una mezcla en la que las dos partes en juego se unen para formar un todo del que no resulta una síntesis homogénea, sino más bien una combinación de ambas sustancias que retiene las singularidades de cada una, como sucede en el modelo freyreano de la casa grande, y en la interpretación cromática que de éste hace Benzaquen.
24 Freyre, G., 1985: 49. Véase también: pp. 18 y 262 (nota 121).
25 Demos tan sólo un ejemplo: en una de sus tantas y extensas notas, Freyre describe una curiosa práctica que tiene lugar en algunos pueblos portugueses, y que luego, en buena medida, se trasladará al Brasil: la confección, en ocasión de casamientos, de tortas de boda alegóricas a la genitalidad humana, una por el novio y otra por la novia (Freyre, 1985: 428, nota 113). Pero éste es tan sólo el caso más pintoresco de una vasta tradición afrodisíaca que caracteriza a la cocina luso-brasileña, y que responde a un fenómeno que es mucho más amplio, y que radica en el papel central que desempeña el erotismo en ambas sociedades.
26 En un interesante artículo sobre la extendida tradición de las blasfemias en la religiosidad brasileña, Juliana Almeida de Souza, desarrolla, luego de ensayar otras posibles explicaciones, una interpretación de este fenómeno que se acerca bastante a la nuestra. Dice a este respecto que: “Poniendo en duda los poderes de los santos, atacándolos violentamente y haciéndolos participar de sus intimidades o jurando por las barbas de Cristo, hombres y mujeres en la colonia parecían desear humanizar a Dios, la Virgen y los santos, tornándolos más próximos a sus vidas, más concretos y actuantes en su cotidianeidad. (…) La vida cotidiana de la colonia era acompañada de cerca por los santos y las santas, por la Virgen y por el propio Cristo, incluso en las intimidades amorosas. (…) El catolicismo en la colonia fue, por lo tanto, mucho más vivenciado que conceptualizado” (Almeida de Souza, 2008: 22-23).
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Recibido: 07/04/13
Aprobado: 17/08/13
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